Algo
tiene la lluvia que transforma las imágenes corrientes en escenas cargadas de
simbolismo. El rojo de unas sillas y una mesa de plástico combinado con el gris
del piso mojado y el verde de la vegetación hace pensar al observador en un
fotograma de una vieja película donde los protagonistas acaban de separarse
para siempre. Quizá se deba a la melancolía que evoca la lluvia que medio se adivina
o al abandono de los muebles a la intemperie en un lugar solitario y silencioso
mientras la ciudad sigue agitada a su alrededor y el frío cubre todas las
superficies.
La realidad de Medellín va más allá de la imagen oficial. Queremos mostrar el rostro de una ciudad que parece cambiar cada día. Aunque la arquitectura permaneciera inalterada, la atmósfera, la naturaleza y la gente influirían en su aspecto de manera constante.
Sí hay camino (Medellín, Colombia)
Hoy es tan seductor montar en tranvía como caminar
por la calle Ayacucho, solos o conversando con los amigos o llevando en la memoria otras
caminadas con otras amistades, que quizá ya no estén cerca; aquellos con los
que subimos y bajamos muchas veces por los andenes estrechos o montados en los
viejos buses destartalados y veloces mirando sin ver las viejas fachadas. Algunas aún se conservan, las otras dieron paso a paredones impersonales, al aspecto anónimo de edificios recién construidos o al comercio desmesurado.
La
calle Ayacucho por donde han pasado y pasan tantas emociones ha dejado de ser
calle para convertirse en viaducto. Sin embargo, continúa siendo la ruta diaria de los que habitan el centro oriente de la ciudad; de los que trasiegan a pie o en tranvía un camino que se ha convertido además en atractivo turístico.
La última visita (Medellín, Colombia)
Después de los paseos incesantes de las hormigas
que acompañaron todo el proceso de la orquídea desde antes de empezar a
despuntar su capullo, y después de que se hubieran ido en busca de otras fuentes
de alimento o de asombro, llega la última visita. Un abejorro grande y sano aparece
colgado de sus alas para despedir a la flor que lo esperó para dar por
terminado su ciclo, para entregarle esos deseos de volar que su forma
atestigua. El abejorro dorado, negro y amarillo llega para rondarla en una especie de danza de cortejo y cuando por fin la abraza permanecerá allí apenas unos momentos, espaciados cada uno de ellos por otros vuelos, por otras danzas.
Luego partirá para buscar flores quizá menos
espectaculares, pero más generosas. Pero volverá. Cuando renazcan
otras orquídeas repetirá la sucesión de giros, danzas y abrazos; una tarea que tal vez sea un requisito imprescindible para asegurar que en el futuro habrá más orquídeas y él pueda regresar o para que lo hagan otros abejorros y continúe así el
perenne ciclo de la vida.
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