Todas las ciudades tienen lugares que parecen
escondidos aunque están a la vista de todo el mundo. Sólo los turistas se
detienen a contemplarlos y a soñar con quienes los recorrieron en el pasado y
que seguramente también los ignoraron.
La realidad de Medellín va más allá de la imagen oficial. Queremos mostrar el rostro de una ciudad que parece cambiar cada día. Aunque la arquitectura permaneciera inalterada, la atmósfera, la naturaleza y la gente influirían en su aspecto de manera constante.
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Paisajes urbanos (Medellín, Colombia)
Cualquier ciudad en este siglo tiene la obligación
de combinar sabiamente el concreto y el asfalto con la naturaleza.
Una de las ventajas de vivir en la zona
tropical de este planeta es que no se tienen que hacer grandes esfuerzos para
que árboles y plantas crezcan en cualquier parte.
Aunque no se puede negar que en nuestro país
hay zonas que se acercan peligrosamente a la categoría de desiertos, esta ciudad
es de las que se puede dar el lujo de no tener límites en cuanto a las áreas urbanas
donde pueden crecer casi cualquier tipo de plantas.
Infortunadamente hay
lugares donde las zonas cubiertas por el cemento se amplían de manera continua, especialmente
en los barrios donde los jardines van desapareciendo sin que la gente se
percate de la falta que hacen, hoy más que nunca, los paisajes urbanos donde
predomine el color verde.
Prohibiciones (Medellín, Colombia)
Las ciudades, que históricamente han dado cobijo a todos los ensayos y a todos los soñadores, que se abren gozosas a todo lo nuevo y a todas las posibilidades de la civilización, se dejan llevar también por el prurito de la norma.
Cientos de avisos les dicen a sus habitantes qué hacer y cómo vivir, llegando a veces a los extremos.
Este vagón que recorrió las carrileras de Antioquia llevando y trayendo sueños, terminó anclado en un rincón donde hasta se le prohíbe soñar con el viento y con la lluvia que azotaba sus ventanas, mientras que las miradas ansiosas de los pasajeros se bebían el panorama en cada viaje. Tal vez sus paredes todavía estén impregnadas con las esperanzas de los afortunados que viajaron en su interior.
Ahora que se ha detenido para siempre, nadie puede viajar en él, como si para viajar hubiera que moverse en el espacio, como si para viajar uno necesitara desplazarse de un lugar a otro. Tal vez los que se apropiaron de este vagón no saben que para la imaginación no hay lugares prohibidos para viajar y que ésta no reconoce exclusiones de ningún género.
El silencio del ferrocarril (Medellín, Colombia)
En los libros de historia, que describen los ires y venires de este mundo paisa, están consignados los nombres y las aventuras de aquellos que trazaron el que fue uno de los logros más importantes de esta tierra a finales del siglo XIX y principios del XX: el Ferrocarril de Antioquia.
Lo que no nos describen, es cómo se cancelaban los sonidos del bosque al paso traqueteante del tren. Cómo volaban en silencio los pájaros y dejaba de oírse la hojarasca mientras un hombre permanecería inmóvil, entre los árboles, observando fijamente las ventanas, tal vez con la esperanza de ver un rostro conocido.
Aunque desapareció hace tiempo todavía es posible ver, en esta ciudad, algunos vagones dedicados a menesteres tan peregrinos como una cafetería anclada al borde del follaje casi domestico de un jardín botánico.
Y a pesar de todo es posible rememorar, aunque sea con esfuerzo, lo que pudo haber sentido ese hombre que veía pasar por entre la vegetación la figura estruendosa y puntual del tren.
Lo que si no podemos revivir es su canto brusco, pues este vagón, como el ferrocarril, ha enmudecido para siempre.
La número veinticinco (Medellín, Colombia)
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