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Un buen lector (Medellín, Colombia)



A la hora de leer, cualquier lugar le sirve a un buen lector.
Este hombre que descansa después de una jornada de trabajo o que espera el próximo encargo, vuelve a dejarse envolver por la magia de una de las 2600 novelas de vaqueros, o del oeste, que entregó a la imprenta Marcial Lafuente Estefanía y que todavía encuentran lectores que se emocionen con las intrigas o los duelos a pistola en saloons o en calles polvorientas y desoladas de un pueblo del Oeste.
Acostado en su carretilla y alejado del ruido que produce la ciudad revivirá, mientras lee, su juventud; cuando estos libros se alquilaban en las “revisterías” colgados de unas cuerdas, acompañados por las aventuras de Supermán o el Santo entre otros muchos héroes y superhéroes. O quizá no, es posible que apenas haya entrado en conocimiento con esta literatura fácil pero que cumple con uno de los mandatos que muchos autores se impusieron a la hora de escribir: entretener sobre todas las cosas.
Hoy esos libritos que sobreviven milagrosamente al deterioro que amenaza a cualquier papel, y sobre todo al de estas ediciones de bolsillo que en su momento se publicaban para el consumo inmediato, no para perdurar, se encuentran en uno o dos puestos de segunda en la carrera Bolívar y sirven de alimento literario a lectores tan consagrados como éste.

Ya no hay vacantes (Medellín, Colombia)

A cuántos viajeros se les vendrá el mundo encima al llegar frente a este hotel y encontrarse con la infausta noticia de que ha cerrado. Esa casa que recibió a quienes decidieron aventurarse por estos parajes, por esta ciudad que para los turistas tiene el encanto de los lugares que no entregan sus secretos fácilmente, ha dejado de abrir sus puertas a los desconocidos.
Cuántos de esos andariegos supieron que este hotel fue en realidad una casa, donde alguna familia vivió la existencia lánguida de una pequeña ciudad latinoamericana en los cuarenta o los cincuenta y que despertó perezosamente en la década de los sesenta para desaparecer de este barrio en los ochenta y alejarse del bullicio y el desorden, que luchan por asentarse definitivamente en las urbes modernas.
Cuántos de esos viajeros se dejaron ganar por la curiosidad y averiguaron, tal vez, que los herederos de aquellas gentes fueron incapaces de sostener el tren de vida que exigía una casa como ésta, una de esas casas cuya arquitectura moldea hasta el carácter noble de sus habitantes.
Sin embargo, cuando se convirtió en hotel, algo de la antigua prosapia permaneció en los interiores redecorados con timidez para evocar un cierto esplendor de familia vieja.
Pero ahora el futuro es incierto, acaso las oficinas gubernamentales que se encargan de mantener las apariencias, hasta determinado punto, obliguen a los que manejarán su futuro a devolverle a la fachada su primera belleza. Pero, queda la duda, de si en su interior los destrozos ya sean irreversibles.
Mientras fue hotel estuvo a salvo del deterioro o de la demolición, ahora la esperanza es que aloje a una de esas empresas donde las oficinas se dividen con grandes paneles de cartón o de materiales indeterminados, pero que al fin y al cabo respetan ese aspecto de edificación antigua en las viejas casas que ocupan.
Claro que no deja de preocupar que mientras es más la gente que llega a la ciudad, buscando ese no se qué que en mayor o menor medida todos le encontramos, desaparezcan los viejos hoteles.

Un barco fantasma (Medellín, Colombia)

Este bello edificio al que la indiferencia de los transeúntes ha echado en el olvido, hace pensar en el casco de un antiguo barco que hubiera quedado atascado en una playa, después de sus incontables travesías por los mares de toda la tierra. Un barco fantasma que a nadie asusta porque nadie percibe su presencia.

Medellín en blanco y negro