Un desfile estático donde algunos de los maniquíes llevan sobre su piel artificial vestidos confeccionados en diferentes tipos de papel, hace pensar de una manera distinta en el lenguaje elocuente, aunque no verbal, de la ropa con que las personas cubren su cuerpo.
El papel, que tradicionalmente se ha usado para manifestar cualquier intención, para copiar en su superficie la realidad tal y como la ven los que escriben, de acuerdo a las pautas que les ha permitido el mundo al que pertenecen, se ha utilizado en este caso para relatar otras historias. Esas que cuenta la gente de las ciudades, al vestirse todos los días de manera redundante o creativa, para narrar sin palabras la historia de sus vidas. Como si su impulso más íntimo fuera describirle a cualquier desconocido que los vea quiénes son, sin necesidad de tener que recurrir a las palabras que generalmente son tan esquivas.
Y así como la gente es capaz de proyectar su ser más interno en la ropa que usa, así mismo hay quienes son capaces de desvelar en esos atuendos y en sus combinaciones el interior de los seres humanos: los que se cruzan en su camino o aquellos que lo rodean. Es posible que hasta escriban crónicas tan apasionantes o anodinas, como las que uno lee en los periódicos que relatan la realidad de la ciudad a diario con obsesiva puntualidad, con insistente minuciosidad, como si su intención fuera trazar de nuevo su geografía, como si en esas crónicas quisieran calcar a sus habitantes y sus acciones. Aunque algunas veces, se dejan llevar por el impulso de vestir con palabras a la ciudad, para que su realidad tan dura y descarnada a veces no se vea tan desnuda.