Después de los paseos incesantes de las hormigas
que acompañaron todo el proceso de la orquídea desde antes de empezar a
despuntar su capullo, y después de que se hubieran ido en busca de otras fuentes
de alimento o de asombro, llega la última visita. Un abejorro grande y sano aparece
colgado de sus alas para despedir a la flor que lo esperó para dar por
terminado su ciclo, para entregarle esos deseos de volar que su forma
atestigua. El abejorro dorado, negro y amarillo llega para rondarla en una especie de danza de cortejo y cuando por fin la abraza permanecerá allí apenas unos momentos, espaciados cada uno de ellos por otros vuelos, por otras danzas.
Luego partirá para buscar flores quizá menos
espectaculares, pero más generosas. Pero volverá. Cuando renazcan
otras orquídeas repetirá la sucesión de giros, danzas y abrazos; una tarea que tal vez sea un requisito imprescindible para asegurar que en el futuro habrá más orquídeas y él pueda regresar o para que lo hagan otros abejorros y continúe así el
perenne ciclo de la vida.