Hubo un tiempo en que las campanas anunciaban
celebraciones o desastres. Un tiempo en el que su canto convocaba. Un tiempo en
el que en el tañer de los bronces se podía identificar la alegría, la tristeza o
la solemnidad; y en su doblar la muerte.
Hoy, en esta ciudad, las campanas han cedido su voz
a los parlantes. Sólo queda de ellas una imagen quieta en lo alto de algunas
iglesias. Un recuerdo detenido en la memoria de quienes hasta las identificaron
por su timbre.
Hoy la gente pasa frente a los templos, donde permanecen inmóviles y en silencio como una huella de una época casi olvidada, sin percatarse
de que tal vez en su corta vida nunca han oído su sonido claro y distinto.
Sin
arrebatos. Sin echarse al vuelo, las campanas se adentraron suavemente en el
pasado.
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