Al fondo las líneas sobrias del Edificio Coltejer recuerdan otro tiempo donde hasta la arquitectura estaba en sintonía con las palpitaciones pausadas de la ciudad.
Pero aquí, como en cualquier urbe colombiana, el color ha invadido las calles y se ha pegado a las paredes de manera definitiva, al parecer, como si quisiera reflejar la intensidad de la mayoría de los colombianos en su forma de asumir la vida.
Los tonos vivos de una sombrilla se juntan a las llamadas estentóreas de un vendedor invisible que conmina a la gente a acercarse a su camión y comprar esas frutas tropicales que aquí se ven por todas partes.
Una ciudad como esta se agita al pulso acelerado de sus habitantes y los colores vibran como si quisieran unirse a su ritmo frenético.
Pocos permanecen serenos; tal vez el único que no siente apremio es el hombre de amarillo que aconseja prudencia pero a quien nadie hace caso. Aparece y desaparece en las esquinas, pero su vestido y su calma lo hacen imperceptible a las miradas ansiosas de los transeúntes.
Ese hombre de amarillo a veces se torna rojo de la furia, pero incluso así es desconocido por muchos transeúntes que conocen de su encierro perpetuo en esa caja negra que todos llaman semáforo.
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