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El Centro (Medellín, Colombia)

Hace mucho tiempo El Centro, donde convergían todas las actividades importantes de la ciudad, se fragmentó en varios núcleos que se desplazaron a otros espacios de la capital.
Antes, cuando esta urbe era en realidad una villa, la gente encontraba en El Centro todos los sitios que podían tener relevancia para su vida. Ahora, sin importar desde cuál ángulo se observe, uno no deja de pensar en él como en una reliquia arqueológica, que tiene un espacio privilegiado en la memoria de quienes recorrieron las pocas calles que lo conformaban, en la búsqueda ciega que toda ciudad alienta en sus habitantes.
Este conjunto de calles y edificios todavía conserva su imponencia, así se le observe desde una terraza de uno de esos mismos edificios y la mirada se estire hasta el fondo, para perderse en las montañas azules que rodean el valle y que siempre se tendrán en cuenta cuando se trate de esta ciudad.

Laberintos y enredos (Medellín, Colombia)

Parece como si al contemplar esta imagen pudiéramos observar una de las múltiples entradas al laberinto de andenes que se adivina detrás de estos muros o al final de las escalas.
No es de extrañar que se haga la comparación de los pasadizos y escalas de este barrio con el enredo de cables que cruzan el aire sobre las casas. No se trata de una simple metáfora.
Las escalas desaparecen en las alturas, mientras que de los postes salen infinidad de alambres para formar una retícula irregular que divide el cielo en secciones de tamaños tan diversos y de forma tan caótica, como la distribución de las construcciones que cubren casi por completo el suelo de estas laderas.

La ilusión de los bosques (Medellín, Colombia)

En esta ciudad es posible encontrarse en cualquier lugar con una serie de casas que parecen sacadas de una aldea alemana o francesa, perdida en medio de un bosque. Lugares donde se percibe esa combinación de verdes tan tranquilizadora y que paradójicamente es tan característica de los Andes colombianos. Sin embargo, la cantidad de árboles es tan pequeña que ni siquiera resiste la denominación de parque. Se trata en realidad de grandes parterres donde crecen con libertad limitada unas cuantas especies. Pero la multiplicidad de sus tonos permanece, aunque hagan parte de una belleza domesticada.
En este caso la naturaleza es apenas un elemento decorativo, pero sirve para purificar el aire de la ciudad que se enrarece cada vez más y sobre todo para dejar descansar la vista de la contaminación visual que a veces puede ser más dañina.
No importa que las casas parezcan alemanas o francesas y que el verde pertenezca a plantas americanas, esta combinación le hace desear a uno que la arquitectura de la ciudad llegue a establecer una relación más estrecha y más amable con la naturaleza. Aunque la idea de tener bosques en este valle no sea más que una ilusión.

El barrio de los balcones (Medellín, Colombia)

Los barrios de la ciudad se caracterizan por la utilización, en su gran mayoría, del adobe para construir las casas y los edificios, lo cual hace que la ciudad tenga ese color ocre tan característico, aunque matizado en algunos casos con los colores de las fachadas.
Pero cada uno de esos barrios tienen características propias que un buen observador puede identificar. Como San Diego que cubre una de las colinas que están esparcidas a lo largo de la superficie de este valle. Desde hace varias décadas este barrio se distingue por la profusión de balcones. Cuando apenas se empezaban a poblar las partes altas de las laderas oriental y occidental de la ciudad, este barrio ya ostentaba sus balcones que asomados a las calles empinadas hacen que las casas se vean mucho más altas de lo que son en realidad. Al parecer ese ejemplo de San Diego lo siguieron los demás sectores de la ciudad, porque ahora parece otro denominador común que se ha añadido al color del ladrillo, los balcones.

La otra ciudad (Medellín, Colombia)

El juego libre de la luz y el vidrio sobre las superficies de los edificios, crea a veces unas imágenes tan reales, que al observador se le hace difícil saber cuáles son las verdaderas y cuáles son producto del reflejo.
Por eso cuando se observan las fachadas de estos edificios, que oscurecen las calles estrechas del centro de la ciudad, se ve siempre un panorama distinto, que depende tanto de la luz de ese momento, como del ángulo desde dónde se miran.
Los ambientes interiores que se alcanzan a vislumbrar detrás de los vidrios, adquieren a ratos esa atmósfera de los lugares que se ven en los sueños. Sitios de dimensiones indefinidas donde los espacios parecen transformarse constantemente en otros.
Un juego de reflejos con el que la ciudad parece expresar la necesidad de trastocar su geografía fija e inamovible e incitar a los seres humanos que la habitan a jugar con la verdad y la ilusión.
Tal vez la única manera de mantener la cordura, sea desatar las fantasías y creer durante algunos instantes en esa imaginería que la ciudad propone en complicidad con la luz única y sorprendente con que la naturaleza dotó este valle.

La irrealidad de las perspectivas (Medellín, Colombia)

A la realidad, por la que uno se mueve diariamente y a la que considera inamovible o al menos ordenada por reglas inmutables donde los cambios obedecen a las leyes precisas de la física, sólo le basta un ligero toque para entrar en lo que podría llamarse la dimensión de las abstracciones. Apenas se la descontextualiza pierde toda su lógica y empieza a transformarse en cualquier otra cosa, como esta serie de balcones de un edificio en el centro que parece, vista desde esta perspectiva, una de esas esculturas modulares que se presentan en las bienales de arte de cualquier país.
No importa que sólo existan para esos eventos en particular y nadie más vuelva a saber de ellas, en esta ciudad es posible ver un edificio que desde hace varias décadas se convierte por momentos en una de esas esculturas.

Panorama con neblina (Medellín, Colombia)

La ciudad de todos los días, la que se pega con la persistencia de las plantas aéreas a las lomas que rodean el valle, se desdibuja en algunas ocasiones más que en otras. Las distancias de siempre y la bruma que se intensifica a veces, contribuyen a marcar la retina con la imagen de un lugar donde los colores se funden a lo lejos en el mismo azul desteñido, que apenas sirve para mantener inalterada la silueta de las montañas.
Es como si lentamente a los ojos los dominara una fuerza extraña que se empeña en hacer desaparecer los lugares lejanos, los que no se pueden ver claramente, esperando tal vez que sólo se fije la mirada en los parajes familiares, pretendiendo crear así una falsa confianza en aquellos que nunca quieren moverse de los terrenos conocidos, esos terrenos que por vistos no dejan espacio a la ambigüedad y donde lo foráneo, aunque sean otras partes de la misma ciudad donde vivimos todos, se mira con suspicacia.

La humedad de la luz (Medellín, Colombia)

La luz, que todo lo transforma a su antojo, decidió esta vez hacerles creer a los que observaran la superficie de este edificio, que por su exterior se filtraba el agua. Que la textura no era seca y áspera al tacto sino todo lo contrario, que la mano podría percibir el frescor de la humedad, como si sus paredes rezumaran agua, como si fueran las muros interiores de esos calabozos donde mantenían prisioneros a los héroes de las novelas del siglo diecinueve o a los navegantes que se cruzaron en las rutas de los corsarios que azolaban el Mediterráneo o el mar Caribe. Sólo que aquellas mazmorras adolecían de lo que en esta ciudad tenemos a raudales: luz.
Aunque podría ser uno de esos acantilados que azota el mar incesante y que uno tiene que escalar de alguna manera para recuperar lo perdido en las aventuras por las que ha pasado en la vida.
La verdad es que todo eso hace la luz: convertir una superficie seca en una húmeda o poner a desvariar a la gente pensando que los muros exteriores de una biblioteca, pueden contar más historias que los libros que hay en su interior.

Naranja al cubo (Medellín, Colombia)

No es necesario tener un ojo entrenado en la búsqueda de ángulos originales o de combinaciones novedosas, para hallar en cualquier rincón de la ciudad imágenes tan sugestivas como ésta.
Los tubos de color naranja que parecen perderse en el infinito armonizan con el adobe gris e impersonal de esta construcción, enriqueciendo su color y convirtiendo la ausencia de calidez del edificio en una condición necesaria para el impacto que causa esta mezcla de metal y cemento. El edificio de tendencias cúbicas que carece de cualquier pretensión decorativa, se enriquece sin embargo con la repetición del módulo metálico del cercado.
A veces parece como si el azar le permitiera a los portadores de una cámara fotográfica, toparse de pronto con lugares como éste que para quienes viven a su alrededor han adquirido, con el tiempo, ese velo de cotidianidad que los fue despojando de la admiración que pudieron causar al principio.

La mirada de los pájaros (Medellín, Colombia)

Cuando uno recorre los barrios de esta ciudad, adheridos a las montañas tiene, a cada momento, la perspectiva de los pájaros.
Y aunque a veces la mirada se cansa de ver las edificaciones como si fueran las fichas de uno de esos juegos para construir objetos, a veces resalta como una joya, un lugar distinto. Como esta terraza a la que un artista tomó la decisión de convertir en un lienzo de concreto. Un artista a quien le pareció más importante mostrarle su obra a los que dejan vagar su mirada desde las alturas, que a los que caminan por las calles, con el alma encerrada por los muros, con los ojos pegados al suelo, sin levantar la cabeza para contemplar las fachadas de las casas. Tal vez por eso la figura que se ve con más claridad es la de un pájaro que flota.
La sensación de vida que transmite el abigarramiento de colores entre la monotonía de los adobes y el gris de los techos del lugar, capta la mirada de inmediato. El contraste con la otra terraza es evidente, ésta parece una copia de la superficie de un planeta deshabitado, mientras que la otra tiene todo la fuerza y el movimiento de un lugar en el trópico.

Claroscuro (Medellín, Colombia)

Es innegable que esta ventana compite con el paisaje que se puede ver a través de ella. La ciudad se extiende lánguidamente por las laderas hasta difuminarse por completo en la bruma de la mañana, pero eso al observador le pasa casi desapercibido porque su mirada se ha quedado detenida en la hermosa composición de tubos, que como fuertes trazos de tinta, se entretejen dándole a la luz una calidad que recuerda los cuadros de Rembrandt o de los pintores tremendistas españoles donde la luz aparece, no para develar la realidad sino para agregarle misterio y dramatismo a lo que se representa. Nada más adecuado para una biblioteca donde por principio se pueden rastrear todas las respuestas, todas las aventuras o todos los enigmas.
No parece una ventana para ver al otro lado, sino para mirar hacia adentro. Las imágenes que se perciben al fondo sólo sirven para resaltar la necesidad que se tiene de buscar la luz no sólo en el exterior.

Cuadros de una exposición (Medellín, Colombia)

Las trece secciones en que estas ventanas dividen la pared, aíslan diferentes aspectos de un sector de la ciudad. Cada una de ellas parece una imagen en sí misma, sin ninguna relación con las demás.
Hasta podría decirse que estas imágenes son un muestrario de la riqueza visual de los barrios de la ciudad, tan variada que su estilo, color y textura puede cambiar drásticamente en unos cuantos metros. Muchas veces sin solución de continuidad.
Por eso no es de extrañar que el observador desprevenido se engañe y crea que en vez de ventanas, está frente a una exposición de fotografías, que reúne en un espacio reducido lugares distantes y distintos de la misma ciudad.

Piedra y cielo (Medellín, Colombia)

En Colombia la unión de estos dos términos todavía evoca, no se si con nostalgia, la polémica generada por los piedracielistas, esos poetas que al final de los treinta dieron tanto de que hablar en torno a la poesía colombiana.
Ahora para un par de transeúntes de esta ciudad esas dos palabras unidas los lleva a pensar no en poesía, pero si con nostalgia, en esa ciudad que por allá en la década del cincuenta empezaba a agitar sus alas de ciudad moderna, construyendo sus edificios al mejor estilo contemporáneo. Edificios cuyas fachadas estaban recubiertas con una combinación de materiales que resaltaba la belleza de la piedra y el reflejo del cielo único de esta ciudad, en los paneles de vidrio de las ventanas.
Otra fachada del centro que ha acompañado desde lo alto el andar presuroso de los medellinitas o el caminar despreocupado de los soñadores de cualquier lugar. Es uno de los cuantos que hasta ahora se han salvado del prurito regenerador y que ojalá se preserve durante mucho tiempo más.
La poesía no sólo se escribe o se lee, también se vive si se observa con una mirada creativa los entornos por los que transcurre nuestra vida.

Una aguja en la ciudad (Medellín, Colombia)


Si encontrar una aguja en un pajar es difícil, hallar una en el centro de esta ciudad es la tarea más sencilla de todas. Basta levantar la mirada para encontrarse con este edificio, que parece una aguja, apuntando siempre al cielo.
No se sabe si la intención que tenían los arquitectos al definir su diseño, era crear una aguja que hiciera referencia a la vocación textil de la ciudad o si la imaginería popular estableció esa similitud, dejándose llevar por la apariencia de su silueta: Una imagen que se combina constantemente con todas las perspectivas de la ciudad y que siempre ha servido, desde 1972, como punto de referencia tanto para los habitantes de la “Bella Villa” como para quienes la visitan.

Los tesoros en la intimidad (Medellín, Colombia)

Un muro que se abre es una tentación para la curiosidad humana, sobre todo cuando la primera vez que uno mira, lo único que ve es otro muro: un muro dentro de otro. La siguiente vez la mirada se detiene durante más tiempo, el suficiente para que la imaginación empiece su trabajo demoledor de barreras. Es entonces cuando el ojo entrenado para esos menesteres, puede ver lo que debió haber visto un hombre que se hubiera asomado por una rendija a la cueva de Alí Babá o lo que hubiera contemplado si le hubiese hecho compañía, aunque fuera con la mente, a los héroes de las historias de las Mil y una noches en su recorrido por palacios deshabitados, llenos de puertas que sólo se abrían mediante complicados mecanismos. En su interior permanecían los tesoros más sorprendentes, tanto que las palabras son incapaces de describirlos.
Mientras este muro se abre completamente (hasta ahora su movimiento ha sido tan lento que nadie lo ha percibido), sería bueno que quienes sólo ven un muro abriéndose continúen entrenando su imaginación para que puedan descubrir las maravillas que permanecen allí detrás, tan ocultas como los pensamientos más secretos de un ser humano.

Perspectiva oculta (Medellín, Colombia)

Basta con dirigir la mirada hacia el cielo para que se nos revele el paisaje desconocido que forman los edificios en el centro de una ciudad. Lo difícil es convencer a la voluntad para que se aleje del horizonte limitado al que hemos acostumbrado los ojos. Pocas veces nuestra atención se desvía de los rostros anónimos e impersonales con los que nos cruzamos cada día. Casi nunca dejamos de mirar los mismos lugares aunque hayan perdido todo su encanto a manos de la repetición.
Los rituales de nuestras vidas son tan fuertes que uno se siente incapaz de mirar de otra forma la ciudad que habita. Como si el temor a perder las referencias que rigen cada rutina individual lo impulsara a uno a continuar con los ojos soldados a las mismas fachadas, a las mismas puertas, a las mismas vitrinas, a los mismos cruces de calles donde es necesario detenerse y esperar a que los semáforos den la señal de paso.
Y estando allí inmovilizados, presas de la ansiedad, no se nos ocurre mirar hacia arriba, donde los edificios están conjugándose de manera tan armoniosa y casi siempre ignorada. Alguna vez deberíamos observar este otro aspecto de la ciudad, aunque sea para darle al cerebro un material distinto para elaborar los sueños.

El hijo de la esfinge (Medellín, Colombia)

Este nacimiento a plena luz del día apenas si fue presenciado por unos cuantos paseantes, pero ninguno de ellos pareció extrañarse. Será que es una costumbre conocida sólo por las personas que frecuentan esta plaza y nadie hasta hoy la había documentado o por el contrario fue un hecho tan sorprendente que la gente optó por ignorarlo para no tener que registrarlo en su cerebro.
Lo cierto es que mientras las personas se dedicaban a moverse lánguidamente por el lugar, a mirar con indiferencia la realidad que ya les parece común y corriente, nacía el hijo de la esfinge y uno se pregunta cuál será la misión que llevará a cabo. Acaso se consagre a plantear enigmas dondequiera que vaya, ampliando la labor de su madre que hasta donde se conoce siempre estuvo condenada a permanecer en el mismo lugar, interrogando sólo a quienes pasaban frente a ella. O tal vez este hijo tendrá el poder de resolver los enigmas que se dan por montones en ciudades tan extrañas, caóticas, y hermosas como ésta. No se sabe, por ahora su nacimiento es uno de esos enigmas que todavía no alcanzamos a resolver.

La magia de la luz (Medellín, Colombia)

Sólo la magia puede explicar la manera como la luz de la tarde pinta con su reflejo el retrato de un edificio en los vidrios de otro para crear nuevas perspectivas, nuevas superficies que enriquecen de manera pasajera y siempre cambiante las imágenes estáticas que tenemos de ellos.
Para muchos los edificios son sólo unas construcciones que marcan la ruta por donde fluye suavemente o a los tropezones el camino de sus vidas. Para otros son los que limitan el horizonte al que no han podido acudir porque la ciudad les impide ver el lugar donde los aguarda y para esos otros: los soñadores, los artistas, los locos, las fachadas de los edificios son el lugar donde se escenifican todo tipo de fantasías públicas. Como esa tarde cuando la luz volvió a pintar con su paleta irrepetible un edificio en la cara de otro.
Sin embargo el grueso de la gente recorre las calles de la ciudad sin percibirlos, como el hombre que viviendo junto al arroyo, al cabo del tiempo deja de escuchar su canto.

Atracción paralela (Medellín, Colombia)

Las paralelas siempre han afirmado que nunca se unen, sin embargo algunos científicos se han atrevido a contradecir esa afirmación, tal vez por que la evidencia de la mirada nos lleva a constatar lo contrario: las paralelas no resisten la distancia sin tratar de unirse y convertirse en una sola o tal vez de cruzarse y seguir su camino alejándose más y más de su antigua compañera. En fin nadie sabe qué pasa en el infinito. Lo que si sabemos, porque lo indican nuestros ojos, es que en las fotografías la tendencia de las líneas a converger en un solo punto se hace mucho más evidente.

Gente anónima (Medellín, Colombia)

Las vidas de la gente que logró detener esta fotografía en una calle del centro, continuarán llenas de acontecimientos trascendentales o anodinos como pasa en la existencia de todo el mundo y aunque aquí sólo sean figuras que la distancia difumina, su importancia no disminuye por eso, al fin y al cabo son la razón de ser de este caos semiorganizado que llamamos ciudad.

En el centro del Centro (Medellín, Colombia)

Quizás para muchos de los habitantes de Medellín el edificio Coltejer ya no sea una referencia como lo fue para muchos de sus habitantes dur...