Basta con dirigir la mirada hacia el cielo para que se nos revele el paisaje desconocido que forman los edificios en el centro de una ciudad. Lo difícil es convencer a la voluntad para que se aleje del horizonte limitado al que hemos acostumbrado los ojos. Pocas veces nuestra atención se desvía de los rostros anónimos e impersonales con los que nos cruzamos cada día. Casi nunca dejamos de mirar los mismos lugares aunque hayan perdido todo su encanto a manos de la repetición.
Los rituales de nuestras vidas son tan fuertes que uno se siente incapaz de mirar de otra forma la ciudad que habita. Como si el temor a perder las referencias que rigen cada rutina individual lo impulsara a uno a continuar con los ojos soldados a las mismas fachadas, a las mismas puertas, a las mismas vitrinas, a los mismos cruces de calles donde es necesario detenerse y esperar a que los semáforos den la señal de paso.
Y estando allí inmovilizados, presas de la ansiedad, no se nos ocurre mirar hacia arriba, donde los edificios están conjugándose de manera tan armoniosa y casi siempre ignorada. Alguna vez deberíamos observar este otro aspecto de la ciudad, aunque sea para darle al cerebro un material distinto para elaborar los sueños.
¿Será que no conseguimos alguien que publique un libro en donde estén compiladas las mejores fotografías de este blog acompañadas de sus leyendas?
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