La luz, que todo lo transforma a su antojo, decidió esta vez hacerles creer a los que observaran la superficie de este edificio, que por su exterior se filtraba el agua. Que la textura no era seca y áspera al tacto sino todo lo contrario, que la mano podría percibir el frescor de la humedad, como si sus paredes rezumaran agua, como si fueran las muros interiores de esos calabozos donde mantenían prisioneros a los héroes de las novelas del siglo diecinueve o a los navegantes que se cruzaron en las rutas de los corsarios que azolaban el Mediterráneo o el mar Caribe. Sólo que aquellas mazmorras adolecían de lo que en esta ciudad tenemos a raudales: luz.
Aunque podría ser uno de esos acantilados que azota el mar incesante y que uno tiene que escalar de alguna manera para recuperar lo perdido en las aventuras por las que ha pasado en la vida.
La verdad es que todo eso hace la luz: convertir una superficie seca en una húmeda o poner a desvariar a la gente pensando que los muros exteriores de una biblioteca, pueden contar más historias que los libros que hay en su interior.
Dan ganas de sumergirse en esa laguna de agua fresca...
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