En una ciudad hay tantos acontecimientos simultáneos que es imposible darse cuenta de la mayoría de ellos.
Una persona común y corriente se enterará durante un día normal de un uno por ciento de todos los hechos relevantes para la ciudad. Claro que no se incluyen en ese estimado los sucesos individuales o particulares que sólo involucran e interesan a un pequeño grupo de personas.
A veces se levanta la mirada para ver un cielo huérfano de nubes y los ojos se encuentran con las aristas de un edificio blanco que se recorta contra el azul. Pero su imagen se desdibuja para el observador cuando repara en las cabezas que sobresalen del borde de una terraza.
De espaldas a la calle los dueños de estas cabezas muestran un interés absoluto en lo que está sucediendo frente a ellos. Quizá están siendo testigos de algún ritual sólo conocido por los maniquíes y que debe llevarse a cabo bajo un cielo despejado y de un azul tan puro como los cielos que cobijan los mares del sur en las novelas de aventuras.
O tal vez no suceda nada en esa terraza; mientras los seres humanos se dedican a moverse frenéticamente y en todas direcciones, los maniquíes permanecen así imperturbables, soñando con los paraísos y nirvanas que se les reservan a quienes son capaces de mantenerse quietos y en silencio.
Parece un cuadro de Ómar Rayo. Por otro lado, si no hubiera ese cielo azul y más bien fuera de noche y estuviera lloviendo, sería una escena de Blade Runner.
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