Cuando uno camina por la calle Boyacá, a la altura de la iglesia de la Candelaria, lo hace por necesidad. Pocos habitantes de la ciudad deciden ir a dar un paseo por esta calle que constantemente se atesta o se vacía de personas que van y vienen. Los vendedores que nunca se alejan demasiado tiempo ofrecen todo tipo de pequeñas mercancías y el ruido de sus pregones es casi ensordecedor.
Casi nunca uno gira la cabeza para mirar los paredones de la iglesia que ha estado ahí flanqueando la calle y viendo los cambios de la ciudad durante los últimos doscientos o trescientos años.
La puerta que se abre a un espacio oscuro y fresco la cruzan diariamente cientos de fieles que sacan un rato a su tiempo de preocupaciones para detenerse en la frescura del interior, pero ni siquiera ellos dejan que su atención se la robe la hermosa puerta lateral ni los cambios de color que periódicamente le infringe el sacerdote de turno.
La iglesia está ahí, simplemente, como uno de esos mojones que señalan a los viajeros el recorrido o algún acontecimiento que ya nadie recuerda. Inamovible, al menos durante unos cuantos siglos más la iglesia y su puerta lateral seguirán formando parte de esta calle Boyacá que de tanto en tanto cambia su especialización. Tal vez en unos años, otra vez se puedan encontrar en ella los viejos negocios comerciales de antes o la gente haya decidido que allí no se venderán sino relojes o celulares como en otras calles del Centro, o que los vendedores de películas piratas van a tener un status oficial.
Independientemente de las tareas que se le asignen, esta calle seguirá reflejando, en sus edificios y en la gente que pasa o que cruza la puerta de la iglesia, otra faceta del alma de la ciudad.
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