Será que a todas las ciudades les sucede lo que le pasa a esta urbe donde es posible encontrar los paisajes más inusuales, tanto que en ocasiones le hacen creer a la gente que está en otro sitio, o al menos le hacen evocar esos lugares de los que hablan las novelas o los cuentos o esos que se ven en las películas y que remiten a mundos diferentes o a países tan remotos que es difícil poder viajar hasta ellos.
Es el caso de estas plantas: al verlas uno piensa en esos bosques de árboles gigantes, de colores o de formas extrañas, por donde héroes de todas las épocas han trasegado en busca de tesoros o con la finalidad de rescatar algún cautivo.
En esta ciudad, donde las plantas y las flores han sentado sus reales disputando al cemento y al asfalto el dominio del territorio aparecen, en las avenidas o en los parques, plantas de colores tan extraños que parecen desafiar al ojo del observador e impulsarlo, sin que este se dé cuenta, a imaginar que cruza por un lugar inexplorado.
Nosotros ya tenemos lo que JRR Tolkien imaginó para El Señor de los Anillos.
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