Cada tarde el vendedor pasaba
con sus hélices de plástico y ellos, cada tarde, lo esperaban para oír la
vibración del viento en sus oídos cuando el hombre las hacía silbar sobre sus
cabezas y ellos imaginaban tal vez que algún avión de combate pasaba a baja altura
poniendo a prueba su capacidad de enfrentar el peligro.
A veces parecía como si el
aire fuera una disculpa para arrojarse al piso y experimentar la habilidad de
la niñez para moverse a gran velocidad.
Después, de este pequeño ritual, el buhonero
seguía su camino incesante alrededor del parque y los niños se alejaban en
busca de nuevas situaciones en las que pudieran ejercitar su gran capacidad de
imaginar aventuras.
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