Composición con flores (Medellín, Colombia)

En muchas culturas la imagen de las flores ha llevado a personas de todas las épocas a escribir poemas o a intentar capturar su belleza con las frases más conmovedoras o con los trazos más delicados. Sin embargo nada se compara con la posibilidad de ver una de estas obras de arte vivo cuando revientan en colores justo frente a nuestros ojos.
Si alguna ventaja tiene vivir en esta ciudad es la posibilidad de ver flores de muchas variedades tanto autóctonas como foráneas en cualquier parte y durante todo el año.
Por eso en este país nadie se extraña que aquí se haga cada año la Feria de las flores.

Los vigilantes (Medellín, Colombia)

Cuentan que hace muchos años en un cuartel de Afganistán se criaban perros, de raza afgana por supuesto, y que estos sin que nadie les hubiera enseñado se turnaban para salir en parejas a patrullar todo el terreno. Cuando llegaba un par salía el otro.
En este patio de la ciudad dos perros, el uno pastor alemán y el otro de raza indeterminada, tienen la tarea de cuidar el lugar. Cuando uno vigila el otro duerme. No hay necesidad de estar de pie o recorrer al trote o caminar constantemente debido a lo exiguo del patio donde ejercen su tarea. Basta mantenerse alerta.
Es más, el uno puede dormir a pierna suelta, con la tranquilidad expectante con la que sólo puede entregarse al sueño un perro, mientras que el otro clava la mirada en el exterior.
En el cartel pegado a la reja debe prohibirse expresamente intentar entrar so pena de exponerse a la ira de los canes. Allí debe anunciarse de manera escueta la fiereza de los dos vigilantes a los que se les ha encomendado el difícil trabajo de mantener la tranquilidad de este sitio y al que se entregan con toda fidelidad, como siempre.

Oasis (Medellín, Colombia)

A los trotamundos que recorren las ciudades y el asfalto se les aparece a veces entre los edificios una mancha verde que de lejos parece un oasis. Claro que la distancia puede crear visiones en la mente sedienta de quien se acerca. Las palmeras se desdibujan en la distancia, tal vez porque son el producto de la imaginación del viajero y de su deseo.
Puede ser también una especie de metáfora que habla de los lugares que se encuentran en las ciudades donde sus habitantes pueden soñar con la frescura del agua y la sombra de las palmeras o con la tranquilidad de espíritu, que niega la vida diaria a los que habitan estos espacio urbanos, para contrarrestar el impersonal contacto del concreto que logra, en algunas ocasiones, opacar la calidez del ladrillo.
Entre tantas construcciones la vista se ve atrapada por esta mancha de verde que la distancia intenta convertir en un color indeterminado y gris, pero que con toda seguridad ofrece una esperanza al transeúnte, sea éste un peregrino que viene de tierras lejanas o un simple peatón de la ciudad de todos los días.

Allá arriba (Medellín, Colombia)

Allá en las alturas, a más de cinco o seis metros sobre el piso de un parque, no se debe sentir calor ni mucho menos la sensación de ahogo que a veces se percibe en la ciudad cuando el sol calienta las calles, las paredes y el aire y la gente decide salir a caminar o a aglomerarse en cualquier sitio.
Allá arriba sólo debe sentirse el aleteo callado de los pájaros o la caricia del viento o seguramente el olor a humedad que desprenderán las hojas y los pequeños charcos que se formaron, durante esta temporada de lluvias, en el corazón de las bromelias que han crecido pegadas a los troncos.
Estando allá arriba uno querrá solamente mirar el azul del cielo y las formas caprichosas de las nubes que juguetean mientras no hay un viento fuerte que se las lleve o la humedad no las vuelva tan pesadas que tengan que precipitarse sin remedio sobre la ciudad.

Una torre de novela (Medellín, Colombia)

En esta ciudad, donde los estilos arquitectónicos de diferentes partes del mundo y de distintos períodos históricos se combinan constantemente, se ven creaciones como esta torre que no estaría fuera de lugar en la plaza de uno de esos pueblos italianos dedicados durante siglos a la producción de vino. En uno de esos pueblos que se encuentran en algún recodo de los caminos recorridos por los viajeros que visitan la vieja Europa buscando, como lo hizo Goethe, un refinamiento espiritual que para muchos es imposible de hallar en su propio entorno.
Pero con toda seguridad donde si es posible encontrarse con una torre como ésta es en una de esas novelas del siglo XIX como La cartuja de Parma donde el ocre parece acompañar cada página leída o porqué no en algún pueblo descrito por Ippolito Nievo en su extensa novela.

Calles de Guayaquil (Medellín, Colombia)

Este sector por donde se movían los habitantes del viejo Guayaquil al ritmo de las notas de tango, que salían de los bares, transmitió en otra época tanto como ahora una sensación de exceso, aun en las horas de la mañana que por lo general son las más tranquilas en la ciudad.
Ni la fachada de líneas clásicas y colores sobrios logra impregnar esta calle de orden o de organización. Es como si el caos que ha existido siempre en estas calles se apoderara de todas las actividades que se realizan por allí.
Sin embargo, a pesar de los cambios que han traído consigo los planes de reacondicionamiento urbano, cuando uno pasa por aquí se siente un aire de nostalgia que va y viene sutilmente trayendo recuerdos e impresiones de esa ciudad que quedó muy atrás en el tiempo, pero que se resiste a desaparecer.

Los caminos de la soledad (Medellín, Colombia)

Si tenemos en cuenta que este lugar está ubicado en el corazón de la ciudad, alrededor del cual pasan diariamente miles de personas, habrá que estar de acuerdo en que esta es una imagen inquietante por decir lo menos. Es como si esas escalas condujeran a las zonas secretas que se dice permanecen inexploradas en las entrañas de grandes ciudades.
Aunque no siempre fue así, hubo un tiempo en que podían verse llenas de gente, cuando en este edificio los teatros proyectaban las películas del momento y convocaban a diario a los amantes del cine. Ahora esos espacios estarán abandonados para que el tiempo realice su trabajo transformador o se habrán dedicado a oficinas donde se gestionan asuntos tan importantes que apenas algunos enterados sabrán de qué se trata.
Claro que, como todo aficionado a la fantasía, prefiero pensar que estas escalas por donde ya nadie pasa, pertenecen al camino de quienes deciden dejar el mundo para zambullirse en esas otras dimensiones paralelas que coexisten con nuestro universo… o algo por el estilo.

Una casa colombiana (Medellín, Colombia)

Hoy, como todos los días patrios, ondea en las casas de Colombia la bandera tricolor.
Pero este día es distinto, es un día cargado de sentido, pues se conmemoran los doscientos años de un hecho que nos debería dar a los colombianos un punto de referencia, hacia el cual dirigir la mirada para construir ese concepto de identidad que ha sido tan remiso para nosotros y que es tan necesario para la vida de todos los pueblos.
En esta casa se ha venido izando la bandera cada 20 de julio desde hace más de treinta y cinco años y seguramente se izará durante mucho tiempo más por sus actuales habitantes o por quienes los sucedan en este rincón de la ciudad que parece un pequeño paraíso para quienes viven allí.

Desfile por la Virgen (Medellín, Colombia)

Cada año por estos días se suceden continuamente los desfiles de todas las flotas de buses, busetas y colectivos que cubren las rutas de los barrios de la ciudad.
Desde el viernes pasado empezaron las celebraciones por el día de la Virgen del Carmen y todavía hoy, 19 de julio, estaban atravesando la ciudad estas caravanas que parecen improvisadas, pero que en realidad obedecen a una serie de rituales tan característicos como el de conducir haciendo eses por las calles, sin que ninguno de estos vehículos se accidente.
Según parece su homenaje a la Virgen, a la que le encomiendan sus vidas diariamente, es precisamente arriesgarla con entusiasmo.

Una composición inesperada (Medellín, Colombia)

Pocas capitales en el mundo han sido planeadas sobre el papel para luego construirlas de acuerdo a la visión de uno o de varios imaginadores sibilinos, que quisieron prever todos los ámbitos de las actividades que el ser humano desarrolla en las ciudades.
No, casi todas las ciudades crecen a su aire, a veces con cierta armonía que obedece tanto a causas económicas como a las características de la idiosincrasia de sus habitantes. En otros casos crecen de manera caótica y aparentemente incoherente como las selvas o los bosques.
Esta ciudad es una de esas que ha crecido con algunas pautas arquitectónicas o urbanísticas que han influido en la forma como se ha desarrollado, pero que no han logrado imprimirle un estilo muy definido. Tal vez a causa de esa circunstancia es que uno puede encontrarse de súbito, en cualquier lugar, con una composición como ésta donde diferentes construcciones se combinaron para formar una excelente imagen.

Las montañas invisibles (Medellín, Colombia)

Ni siquiera desde las ventanas de los edificios altos las montañas se convierten para el habitante de esta ciudad en un elemento que le llame la atención.
Casi siempre la mirada se queda en el primer plano que se le presenta ante los ojos.
Es como si la gente quisiera ignorar la majestad de las montañas y esperara que en cualquier momento desaparecieran y el horizonte de la ciudad se extendiera.
Hasta hay quienes se atreven a decir que por culpa de esas montañas los que viven aquí adolecen de una estrechez de miras que se explica por la falta de un amplio horizonte geográfico. Pero tal vez se olvidan, los que así piensan, que han sido las montañas las que han templado el carácter de quienes se han propuesto vencer los obstáculos que se les presentan en la vida.
Aunque para la mayoría estas montañas sean invisibles, es innegable que su presencia ejerce bastante influencia en los que vivimos bajo su férula.

Lo nuestro es pasar (Medellín, Colombia)

Todos los días y a todas horas la ciudad se renueva en la mirada de sus habitantes y en el rastro invisible que sobre su piel van dejando quienes la recorren incansablemente.
Paso a paso los que vivimos en este rincón del mundo, seguimos nuestro camino individual, que se cruza sin cesar con las huellas que han dejado los demás, aunque no tengamos conciencia de que sólo se vuelve real cuando ya no lo podemos volver a pisar.
Al ver a este niño caminando indiferente, con la ingrávida ciudad al fondo que placidamente se deja acariciar por un rayo de sol, vuelve uno a recordar el tiempo en el que entonaba los poemas de Antonio Machado cantados por Serrat, y aquel que decía caminante no hay camino… se convierte en una certeza.

Los fantasmas del balcón (Medellín, Colombia)

Las teorías y las historias que se han escrito a lo largo del tiempo sobre fantasmas tienen un elemento en común: el lugar donde aparecen. Donde la gente asegura haberlos visto, es un lugar viejo, lleno de tradición que ha sido habitado por numerosas generaciones. Sin embargo en este edificio, construido recientemente, se perfilan en la ventana de un balcón siluetas de mujeres vestidas como solían hacerlo en otras épocas; hace tanto tiempo que ya no queda nadie vivo que las recuerde.
Deben ser los espectros de gente que vivió en la casa que fue demolida para construir el nuevo edificio.
Por alguna razón estas entidades en particular prefieren las alturas a la atmósfera cercana a la tierra donde tuvieron que permanecer antes de que la vieja casa desapareciera.
Claro que también caben explicaciones más prosaicas, menos románticas. Como una que se esbozó, a la ligera, en una conversación sobre este tema. Alguien afirmó que las siluetas percibidas a través del vidrio debían pertenecer a unos maniquíes. Con toda seguridad en este lugar debía vivir una diseñadora o una costurera que haría vestidos para quinceañeras.
Sobra decir que la primera versión es más seductora que la segunda, aunque se llegue a comprobar que es ésta y no la otra la verdadera.

El oficio de las heliconias (Medellín, Colombia)

Una vieja fuente, remozada por las manos de los restauradores, alegra con su canto sutil el antejardín de una vieja casa construida en una época en la que todavía era posible escuchar los sonidos suaves que el trajinar de una ciudad ha vuelto inaudibles. Sólo queda de aquella época su belleza simple, resaltada hoy por las heliconias que, además del impacto que causan sus colores y su forma, siempre han tenido la tarea de proteger las fuentes de agua.
Estas flores, que bordean las carreteras de muchos de los pueblos de Antioquia y que durante mucho tiempo fueron consideradas flores exóticas, son ahora una imagen cotidiana en salas y antejardines de la ciudad.

Los muñecos ambulantes (Medellín, Colombia)

En cualquier andén de la ciudad aparecen de repente unas ventas que parecen fantasmas. Es como si estos muñecos decidieran por sí solos el lugar desde donde intentarán seducir algún transeúnte.
Apenas son unos cuantos los que se ubican allí cada vez, para que sea posible escabullirse rápidamente cuando llegan los controladores de las ventas en la calle. Nunca se sabe cuándo llegan o si cuando se presentan lo hacen para evacuar de vendedores la zona o si se acercan con la intención de llevarse cuantas mercancías se les atraviesen.
Esta es otra imagen de la ciudad que casi nunca observamos aunque pasamos por su lado todos los días: la de esos pocos juguetes que se pasean por la ciudad de un lado a otro intentando seducir la mirada de un niño o de un padre para que se los lleve a su casa y los cuelgue del lugar más cercano a la cama para mirarlo hasta que la luz se desvanezca o el sueño rinda los ojos del nuevo propietario.
Y entonces poder acceder a ese mundo donde todo puede pasar, como en los libros: el mundo de la fantasía que tiene un lugar privilegiado en los sueños.

Rojo y negro (Medellín, Colombia)

Sobre los tejados de la ciudad y con el telón de fondo de las montañas y el cielo es posible ver un edificio pintado de forma llamativa.
Acaso esta combinación estrafalaria sea una referencia a Stendhal, pensada por algún lector interesado en la literatura del siglo XIX.
Tal vez algún heredero del escritor francés llegó a esta ciudad y decidió hacerle un homenaje a su antepasado. O porqué no, un descendiente de Julián Sorel creyó que la mejor manera de recordarle al mundo las hazañas de este personaje sería pintando un edificio.
Aunque la realidad no debe ser tan maravillosa, lo más seguro es que el dueño de este inmueble, que por cierto es un hotel, debe ser una persona con un extraño sentido de la decoración, que nunca ha oído mencionar las aventuras y desventuras del joven protagonista de la novela Rojo y negro.

Casitas de colores (Medellín, Colombia)

Hay un lugar que, con poco esfuerzo, lo hace sentir a uno como si hubiera cruzado una puerta invisible hacia el pasado y estuviera caminando un día cualquiera por una calle en la década de los cincuenta, acompañado por las notas de los boleros de Toña la negra o de cualquiera de los cantantes de esa época que impregnaban el aire de melancolía.
En esta ciudad para regresar en el tiempo uno no necesita pasar por las calles del barrio Prado, bordeadas de antiguas casonas o detener la mirada en las pocas casas viejas de Boston o las poquísimas que van quedando en el centro.
También en los barrios donde viven los obreros de esta ciudad hay rincones que parecen haber detenido las horas para mostrarnos un viejo rostro que parece nuevo.

¿Obelisco o antena?

Este edificio dedicado al comercio en su mayor parte, actividad a la que están consagrados muchos de los grandes edificios de esta ciudad, parece haber sido diseñado por un arquitecto del futuro.
O será tal vez una construcción que sólo pretende disimular una antena para comunicarse con extraterrestres, como pasaba en esas películas de los 90 donde unas torres, que hasta entonces se creían simples productos de la imaginación creativa de los arquitectos norteamericanos, resultaron ser naves espaciales.
Cree uno que en cualquier momento la base circular de este obelisco metálico empezará a girar y a lanzar rayos en todas direcciones enviando una llamada hacia cualquier planeta de una galaxia lejana.
Aunque muchos afirman que aquello que muestra el cine de ficción es mera fantasía, no debe descartarse cualquier sorpresa que pueda aparecer en el discurrir diario de una ciudad donde las cosas que pasan, superan muchas veces hasta la imaginación más desbordada.

Estampa japonesa (Medellín, Colombia)

Todas las grandes ciudades del mundo tienen la particularidad de recrear en sus rincones y en sus panoramas, aunque sea durante algunos segundos, imágenes que son características de otras urbes o de otras culturas.
En un día de esos donde el sol desaparece del cielo, el aire de la ciudad se llenó de nubes y de niebla y como en uno de esos grabados japoneses de Hokusai o Hiroshige, que se hicieron famosos en Europa durante el siglo XIX, la bruma desdibujó el paisaje y las montañas. La familiar silueta del cerro el Picacho se convirtió en una figura inquietante y tan etérea que parecía despegarse de la tierra.
Era como si la ciudad se hubiese difuminado por completo y sólo la vegetación permaneciera en el mundo de la realidad.

Vértigo (Medellín, Colombia)

A veces cuando uno está en medio de la ciudad y mira al cielo, se siente una especie de vértigo al revés, como si el cuerpo sintiera la urgencia de alzarse hacia el punto de fuga que atrae las líneas de los edificios.
Es como si el cuerpo empezara a sentir la levedad de las hojas que lleva el viento o de las motas de polvo que transgreden por su pequeñez la ley de la gravedad.
Sin embargo ese llamado imaginario dura sólo unos momentos. Al fin y al cabo la fuerza con la que la tierra nos atrae siempre se impone, sin importar cuánta atracción haya ejercido sobre el observador la imagen de un edificio que se pierde en las alturas.

Los excesos del trópico (Medellín, Colombia)

El exceso con el que la naturaleza se regocija en el trópico no es una característica exclusiva de las selvas o de las costas de este país. También en esta ciudad, construida entre las montañas, en medio de los Andes, es posible encontrarse con la exhuberancia, reflejada en una buganvilia que produce más flores que hojas.
Pero no es sólo la cantidad de flores lo que causa admiración, es también su color intenso que al parecer es el que más se acomoda al clima templado de la ciudad. No importa que a veces las temperaturas suban por las olas de calor o se desplomen a causa de las lluvias, las buganvilias seguirán floreciendo para matizar los colores un tanto monótonos que intentan adueñarse de las ciudades modernas.

El juego de la luz en las ventanas (Medellín, Colombia)

La luz cálida o fría, que se ha colado por estas ventanas desde hace décadas, parece buscar con insistencia entre las sombras los objetos y los rostros que reveló época tras época a los ojos de los habitantes de estas viejas casas.
Los objetos desaparecieron hace tiempo del recuerdo o tal vez reposan en otros espacios o en tiendas de antigüedades desarraigados de la historia que sus dueños intentaron construir cuando vivían allí.
Los rostros de la gente, que se asomaba en las mañanas con las expectativas de apropiarse del mundo y que lentamente tuvieron que rendirse a la presión que la realidad ejerce sobre los sueños, también yacen en la memoria olvidada de los muertos o en la de los ancianos, que aunque constantemente rememoran su pasado, son incapaces de revivirlo para quienes transitan por la ciudad con paso vivo.
Sólo las ventanas continúan con su tarea: dejar entrar la luz en el mismo ángulo de siempre pero iluminando unos espacios que tienen un peso distinto y un aire que se agita a otro ritmo y con otros aromas.

El afinador de guitarras (Medellín, Colombia)

Quién sabe cuántos recuerdos se hacen presentes en la cabeza de este hombre, mientras le da a cada cuerda de la guitarra el tono justo para que su sonido sea óptimo y tan nítido como cuando fueron ejecutadas por primera vez las canciones que salen a retazos de sus manos.
A pocos metros, en la calle, los ruidos de la ciudad se superponen unos a otros, pero el hombre, indiferente a los sonidos del exterior, se concentra en un mundo de ritmos y melodías que deben ser tan antiguos como la entrada a este edificio por donde cruzaron hombres y mujeres para quienes la música que interpreta suavemente el afinador debió sonar como si hubiese sido enviada por los dioses para aumentar su alegría o su tristeza.
A su lado, un aprendiz sueña con tocar en ella otras canciones, otras melodías que sonarán extrañas para el viejo músico, pero que al fin y al cabo hablarán de los mismos sentimientos.

El guardián entre el cemento (Medellín, Colombia)

Como llegado de una antigua ciudad griega o romana que para el caso es como si fuera lo mismo, un guerrero ha sentado sus reales a un costado de la plazuela Nutibara, también conocido como parque de las esculturas, uno de los lugares más emblemáticos y populares de la ciudad.
Desde allí vigila los edificios que lo rodean, como si esperara que con su presencia la arquitectura del centro estuviera a cubierto de los destructores de edificios y del deterioro que el uso continuado imprime en todas las superficies.
Aunque en realidad su figura robusta inspira simpatía en vez del respeto o el temor que debe infundir un guerrero.
Quizá por eso, durante el tiempo que ha estado allí vigilando, la ciudad no ha dejado de cambiar, inexorablemente.
Y es que es imposible detener el tiempo que es el causante en realidad de todos los cambios que afectan tanto a la ciudad como a sus habitantes. De nada valen los vigilantes vengan de donde vengan.

Entre líneas de concreto (Medellín, Colombia)

Estas columnas exteriores han llegado a ser una de las características más sobresalientes del Edificio Coltejer.
De la misma manera que por entre los templos y edificios del antiguo Egipto se pasean los turistas y los egiptólogos, enfatizando con su tamaño la magnificencia de las construcciones hechas hace milenios, así mismo, guardando las proporciones, se pasean los habitantes de esta ciudad, por entre las columnas y pasajes interiores de este edificio.
Se viene a la mente la imagen de esos corales y peces diminutos que convierten las ciudades o los barcos hundidos en nuevos santuarios de vida marina. Como este hombre que impasible se entrega a sus preocupaciones cotidianas hablando por su teléfono celular, indiferente a la pequeñez de su humanidad comparada con las columnas que están a su lado.
La cercanía convierte hasta la creación más maravillosa en un objeto cotidiano, al que con el tiempo se deja de observar: cuando deja de ser una novedad y pasa a ser parte de esa realidad inamovible que nos rodea. Es por eso que este hombre no se ha dado cuenta que está llevando a cabo una conversación entre líneas… de concreto.

Medellín en blanco y negro