La tapia se desmorona... (Medellín, Colombia)

El breve techo que cubrió esta tapia ha desaparecido hace mucho y a pesar de ello la humedad y las lluvias apenas han comenzado a socavarla.
Del blanco de la cal que pudo cubrirla en otro tiempo no queda ningún vestigio, como no debe quedar ninguna huella de quienes la construyeron o de quienes habitaron en el interior.
Los árboles que otrora dieron sombra al patio se han adueñado ya de los espacios y aunque la mano del hombre ha tratado de aliviar la presión de los árboles con tajos certeros aquí y allá, por ahora la naturaleza no cede en su empeño de recuperación.
Como siempre el trabajo de desmoronamiento casi imperceptible se le deja a los líquenes y a las enredaderas que son los de apariencia menos conspicua, después vendrán los grandes helechos, los arbustos y por último las raíces de los grandes árboles que se encargarán de que este muro vuelva a formar parte definitiva de la tierra.

La ciudad secreta (Medellín, Colombia)

A quién le fue enviado este mensaje, se pregunta uno en un primer momento cuando ve esta hermosa composición de colores y se da cuenta que en cada cuadro hay una letra.
Pero quizá no sea tan importante saberlo como averiguar las motivaciones que puede tener una persona para comunicarse mediante un elemento público como éste.
Además quién podría garantizar que el mensaje real sea el que se puede leer directamente, quizá esté encriptado como esas comunicaciones que se envían los espías, sólo que no conocemos la clave para descifrarlo, ni siquiera tenemos un indicio de la posible misión a la que alude.
Y es que en las ciudades se generan, de manera constante, una serie de códigos incomprensibles y manejados por grupos tan cerrados que a veces los demás ni se enteran de su existencia.
Aunque no sean sólo esos pequeños grupos los que establecen contactos de manera críptica, son tal vez los que pueden llegar a ser los más creativos en su forma de concebir la comunicación.
Es como si de pronto afloraran, aquí y allá, indicios de las múltiples dimensiones de la ciudad que se superponen sin mezclarse, aunque a veces se manifiesten frente a nuestros ojos de manera trivial o fascinante.

El silencio del ferrocarril (Medellín, Colombia)

En los libros de historia, que describen los ires y venires de este mundo paisa, están consignados los nombres y las aventuras de aquellos que trazaron el que fue uno de los logros más importantes de esta tierra a finales del siglo XIX y principios del XX: el Ferrocarril de Antioquia.
Lo que no nos describen, es cómo se cancelaban los sonidos del bosque al paso traqueteante del tren. Cómo volaban en silencio los pájaros y dejaba de oírse la hojarasca mientras un hombre permanecería inmóvil, entre los árboles, observando fijamente las ventanas, tal vez con la esperanza de ver un rostro conocido.
Aunque desapareció hace tiempo todavía es posible ver, en esta ciudad, algunos vagones dedicados a menesteres tan peregrinos como una cafetería anclada al borde del follaje casi domestico de un jardín botánico.
Y a pesar de todo es posible rememorar, aunque sea con esfuerzo, lo que pudo haber sentido ese hombre que veía pasar por entre la vegetación la figura estruendosa y puntual del tren.
Lo que si no podemos revivir es su canto brusco, pues este vagón, como el ferrocarril, ha enmudecido para siempre.

De fábulas y tafetanes (Medellín, Colombia)

Algunas de las texturas, que de pronto se pueden ver en esos espacios estrechos que la naturaleza ha sido capaz de robarle al cemento y al concreto en esta ciudad, recuerdan esas pinturas del renacimiento donde las telas pesadas y oscuras de los ropajes principescos daban una impresión de mesura, como los retratos de Felipe II y la corte española famosa por su sobriedad extrema o los atuendos de algunos personajes de las escuelas flamencas de la pintura.
Sorprende ver aparecer frente a la mirada desprevenida estas superficies que invitan a la mano a deslizarse por ellas, sintiendo antes de posarse la sensación delicada del terciopelo más fino o del tafetán legendario fabricado en todas aquellas ciudades milenarias de la antigua ruta de la seda.
Para quienes nos imaginamos aquellos tejidos fabulosos que describían con tanto detalle en los cuentos de las mil y una noches, es una tentación acariciar estas hojas y viajar mediante las sensaciones a los países que la literatura nos descubrió y a donde nos sigue transportando.
Como si la naturaleza sirviera de puente entre las diversas culturas y momentos de la historia, de la fantasía y del arte.

Perspectiva simple (Medellín, Colombia)

Con la misma velocidad con la que la mirada se precipita en esta fotografía hacia el abismo, que parece incitar al precipicio, se construyen edificios en la ciudad. Parece como si brotaran del suelo como esos géiseres que a una hora precisa y con la misma intensidad se pueden observar en determinados lugares, dando cuenta de las fuerzas que se mueven al interior de la tierra.
Pero estas construcciones que aparecen cada vez con más y más frecuencia no dan cuenta de alguna fuerza subterránea, más bien son la manifestación de la actividad febril, que acompaña los días y las noches, sobre la superficie de esta ciudad, mientras se acerca peligrosamente a convertirse en otra gran aglomeración de gente y a perder esa dimensión humana de tantas ciudades que todavía no se han dejado seducir por los cantos de sirena del progreso desmesurado.
Ya ninguno de los habitantes de esta ciudad se sorprende cuando ve desaparecer ante sus ojos alguna de esas casas, que sirvieron de referentes a varias generaciones, para ser reemplazadas en cuestión de meses por una de estas colmenas de arquitectura simple y funcionalista.

Una escena doméstica (Medellín, Colombia)

Cualquiera diría, al ver la pose estática de este par de aves, que esperan con ansia la llegada de los otros patos que los siguieron en el recorrido anual de miles de kilómetros para desplazarse desde el lejano norte a un clima más benigno.
Cualquiera pensaría que la fijeza de su mirada refleja las expectativas que las aves migratorias sienten por los miembros rezagados de su bandada, los que se quedaron en el camino con el compromiso de reanudar el vuelo tan pronto les fuera posible.
Pero la realidad es mucho más anodina y simple de lo que uno pudiera esperar: son dos patos que fueron atrapados por la cotidianidad de un parque botánico y pasan sus días entre un pequeño lago y los caminos que recorren diariamente con su andar gracioso acosando a los visitantes. Ejercitan su mirada penetrante para intimidarlos y lograr que les arrojen algunas migajas de sus comidas preparadas industrialmente.
Lo cierto es que no queda nada de salvaje en ellos. Tal vez si alguna vez atraviesan el firmamento de la ciudad algunos patos cosmopolitas, de esos que recorren los cielos de distintos continentes, los convenzan de que es mucho más emocionante la vida incierta de los aventureros que ver desmoronar la existencia en la repetición y la monotonía.

Op art (Medellín, Colombia)

Como si fuera una de las obras del estilo artístico que difundió Vasarely el pintor húngaro, este muro se inscribe en la mejor tradición de la ilusión óptica como forma de arte. Un muro que parece combarse en los extremos debido a la deformación que el objetivo de la cámara hace de la superficie calada por unos adobes hechos de manera inusual.
Es como si el arquitecto hubiera querido trasladar a la forma tridimensional esas maravillosas ilusiones que para el ojo crearon en dos dimensiones Vasarely y sus seguidores.
Pero la ilusión no se queda sólo en la superficie, se integra con el mundo reducido que se alcanza a ver a través de los pequeños espacios entre las piezas de barro.
Como siempre que se entrevé una realidad, la curiosidad nos lleva a adivinar el resto o a inventarlo para calmar la necesidad de saber. Una manera inusual de darle vida a una forma de arte que para muchos pecaba de frio e impersonal.

El pulso de la tierra (Medellín, Colombia)

Entre las muchas teorías que hablan de este planeta se pueden encontrar hasta las que describen a la tierra como un ser vivo.
Hay quienes tratan de escucharla o sentirla o acariciarla de diversas maneras. Como si trataran de encontrar la forma correcta de comunicarse con ella.
Algunos hasta pretenden convertirse en antenas vivas para que la tierra libere a través de sus cuerpos, algo de la energía que sabemos permanece contenida en sus entrañas.
Pero cualquiera que sea la manera que se escoja para comunicarse con la tierra, todas tienen en común el gran respeto que le tienen al planeta además del gran afecto que sienten por él.
No faltan los que deciden cada cierto tiempo interpretar danzas particulares en su honor, como si quisieran apaciguar así la energía que podría liberarse en cualquier momento y destruirnos. Como en esos ritos primitivos donde las personas daban salida a sus convicciones telúricas y arcaicas, esas creencias que hablaban de dragones o minotauros o monstruos devoradores a los que había que aplacar de cualquier manera.
En los tiempos que corren parece que aquellas costumbres han vuelto a la vida y la tierra recibe de nuevo homenajes como este.

El sabor de los adioses (Medellín, Colombia)

El tiempo se ha estirado como siempre lo hace en los recuerdos. Apenas se fueron quienes dejaron allí las pruebas de su estadía y ya la mesa y estos dos vasos se han sumergido en ese aire de nostalgia, que adquieren los objetos abandonados hace mucho tiempo. Sin embargo, sólo han transcurrido unos pocos minutos desde que se silenciaron los sonidos en esta mesa.
Nunca sabremos las circunstancias de la partida, aunque uno se entretenga en sopesar y barajar, entre las múltiples opciones, aquellas que le agreguen contenido a una imagen que se ve todos los días.
Es posible que los dos se hayan ido juntos, inmersos todavía en las conversaciones que empezaron hace tiempo o que por el contrario hubieran abandonado el lugar en el silencio cómodo y sin sorpresas de los viejos amantes.
Tal vez uno se fue inmediatamente después del otro, como si quisieran añadir a su alejamiento un aire de furtiva indiferencia.
Pero no sé porqué esta foto de dos vasos solitarios abandonados sobre una mesa gris me hace pensar en una despedida definitiva, como si las palabras dichas y las que no se pronunciaron hubieran matizado de alguna manera los pocos colores que se alcanzan a ver; como si el frío del metal lo hiciera pensar a uno en la actitud distante con la que esas dos personas expresaron la falta de razones plausibles para seguir viéndose… de manera voluntaria.
Tal vez se deba a la distancia que hay entre los vasos, como si sus dueños no hubieran sentido la necesidad de acercarse un poco y disminuir ese espacio que se extiende entre aquellos que ya no tienen nada que decirse, o al menos nada que no suene a repetición.
Es una imagen que habla de desapasionamiento, esa actitud que invade el alma de los que ya se han entregado a la soledad, de los que se han sumergido en la indiferencia, en la distancia.
Yo creo, siguiendo el argumento de la despedida, que la decisión más difícil para ellos no fue decirse adiós sino reconocer que habían invertido mucho tiempo en una relación que terminaría, sin ellos saberlo, de una forma tan poco emocionante: dos vasos desechables que capturan durante un momento la mirada insípida de los ocupantes de las otras mesas.

The three amigos (Medellín, Colombia)

Por fin, después de una larga semana, llegó el sábado y la hora de empezar a jugar play station para estos tres amigos.
Pasaban rápidamente pero decidieron detenerse un momento para esta fotografía y de esa manera dejar plasmado para la posteridad un instante de su gran amistad.
Llegarían con prisa al lugar adonde las pantallas los esperaban para su sesión de nintendo y se sumergirían en todos los retos que super Mario les iba a presentar.
Aunque eso no explica completamente las sonrisas y el aire de fiesta que parece impregnar sus rostros y envolverlos. Hasta la manera como se paran frente a la cámara habla de su felicidad.
Así se dirigieran los tres a cualquier otra tarea las sonrisas hubieran sido las mismas y sus cuerpos hubieran reflejado la misma intensidad, la misma alegría que parecen contener a duras penas.
Lo que los contenta de esta manera es haber descubierto, sin saber todavía que lo han encontrado, uno de esos tesoros de los que hablan los adultos y que todos los seres humanos buscamos, consciente o inconscientemente, durante toda la vida y para el que se reserva en cualquier idioma una de las palabras más bonitas: amigo.

Barco pirata con helechos (Medellín, Colombia)

Hoy me sorprendí al ver un barco pirata que lentamente ha empezado a ser invadido por los helechos.
Tal vez por eso los barcos de piratas jamás deben detenerse, pensé. Les salen plantas en los costados o cosas tan terribles que uno no se atreve siquiera a nombrar por temor a que se conviertan en realidad.
Será que los felices piratas que se ven sobre la cubierta no se han dado cuenta de lo que le está pasando a su barco o tal vez su alegría se deba al hecho de que ya lo saben y han decidido partir: arrojarse a la quebrada que pasa por allí, desembocar al río Medellín y después a cualquier río más grande hasta llegar al Magdalena o al Cauca y por fin al mar, de donde no debieron haber salido nunca.
Buscaban quizá una vida más tranquila. Pero las vidas tranquilas no garantizan que uno esté a salvo de que le salgan helechos u otra de esas plantas que se aprovechan de los sedentarios.

Una puerta en Boyacá (Medellín, Colombia)

Cuando uno camina por la calle Boyacá, a la altura de la iglesia de la Candelaria, lo hace por necesidad. Pocos habitantes de la ciudad deciden ir a dar un paseo por esta calle que constantemente se atesta o se vacía de personas que van y vienen. Los vendedores que nunca se alejan demasiado tiempo ofrecen todo tipo de pequeñas mercancías y el ruido de sus pregones es casi ensordecedor.
Casi nunca uno gira la cabeza para mirar los paredones de la iglesia que ha estado ahí flanqueando la calle y viendo los cambios de la ciudad durante los últimos doscientos o trescientos años.
La puerta que se abre a un espacio oscuro y fresco la cruzan diariamente cientos de fieles que sacan un rato a su tiempo de preocupaciones para detenerse en la frescura del interior, pero ni siquiera ellos dejan que su atención se la robe la hermosa puerta lateral ni los cambios de color que periódicamente le infringe el sacerdote de turno.
La iglesia está ahí, simplemente, como uno de esos mojones que señalan a los viajeros el recorrido o algún acontecimiento que ya nadie recuerda. Inamovible, al menos durante unos cuantos siglos más la iglesia y su puerta lateral seguirán formando parte de esta calle Boyacá que de tanto en tanto cambia su especialización. Tal vez en unos años, otra vez se puedan encontrar en ella los viejos negocios comerciales de antes o la gente haya decidido que allí no se venderán sino relojes o celulares como en otras calles del Centro, o que los vendedores de películas piratas van a tener un status oficial.
Independientemente de las tareas que se le asignen, esta calle seguirá reflejando, en sus edificios y en la gente que pasa o que cruza la puerta de la iglesia, otra faceta del alma de la ciudad.

La invasión silenciosa (Medellín, Colombia)

Calladamente y a una velocidad imperceptible la naturaleza incansable trata de recuperar el terreno que ha perdido frente al avance humano.
Las casas y las construcciones abandonadas dan cuenta de este proceso. Pero a veces ni siquiera se trata de edificios abandonados los que son presa de esta compulsión por adueñarse de nuevo de aquello arrebatado por el hombre a las demás especies del planeta.
Una enredadera en cuestión de días es capaz de apoderarse de toda una fachada. Desafortunadamente el hombre siempre vigila y muy seguramente esta planta desaparecerá antes de que pueda esconder la transparencia del vidrio entre sus ramajes.
Los insectos no podrán usar este tallo que se estira flexible aferrándose a cualquier resquicio. Los pájaros tampoco podrán hacer sus nidos en esta planta. De un momento a otro la mano del jardinero se encargará de frustrar otro intento de apoderarse de este balcón.
Aunque las plantas nunca cejarán en su intento y volverán a aferrarse lentamente a cualquier grieta o espacio para adueñarse al fin de la Tierra.

¡Qué nube! (Medellín, Colombia)

La espectacularidad de la nube opaca la desmesura del edificio que en el primer plano de la foto pretende robarse todo el protagonismo, sin lograrlo.
La naturaleza siempre se lleva las palmas en eso de asombrarnos con sus creaciones.
Es como ver uno de esos pájaros que recorren los cielos buscando un lugar específico para detenerse. El lugar adonde se dirigen a pasar el verano olvidándose de los rigores del clima y de las preocupaciones que la especie impone. Es como si el cielo quisiera recordarnos esas existencias que corren paralelas a las nuestras y que pocas veces se cruzan con nosotros: las de las aves migratorias para las que la ciudad es sólo un hito en el recorrido de miles de kilómetros al que deben enfrentarse cada año.
Nosotros nos contentamos con mirar la nube e imaginar un gran pájaro para el cual el edificio que pretende ser desmesurado, sólo es una ínfima representación del orgullo humano.

En las noches (Medellín, Colombia)

En las noches llenas de destellos y de sombras esta casa se entrega a los recuerdos.
Se evade así del presente que se le ha deparado: ser un objeto de gran belleza que a duras penas consigue evocar con su aspecto remozado los tiempos en los que fue un lugar donde vivía gente.
Cuando en esta casa se oían las risas, los llantos o los suspiros con los que la vida matiza la existencia de las personas, la luz no brillaba con tanta intensidad y los corredores y el jardín se llenaban en las noches de muchas más sombras que ahora.
Tal vez la luz dorada de las lámparas le diera a esta fachada un aspecto de postal amarillenta, de esas que se guardan durante mucho tiempo en los baúles bajo llave para que el tiempo no se robe las memorias o para que no se gasten demasiado si se rememoran con demasiada frecuencia.
Ahora le es fácil acceder a esta casa a todo aquel que quiera visitarla. Infortunadamente, sucede con ella como sucede con esos lugares llenos de historia que a pesar de mantener un aspecto tan poco deteriorado, le es difícil al observador revivir el ambiente que los verdaderos habitantes crearon y respiraron en ellos.

Una mujer en contravía (Medellín, Colombia)

Una escena callejera tan cotidiana y tan vieja como la vida misma: un hombre observa como una mujer se aleja. Ella con el gesto le indica al mundo, aunque él no lo entienda, que lleva en la mente su imagen o las palabras que acaba de escuchar.
Él la ve irse mientras espera que ella gire el rostro. Espera que aunque sea por una sola vez una de las mujeres a las que se ha dirigido en la calle voltee la cabeza y lo mire, dándole a saber con una acción tan simple como esa que sus palabras no fueron en vano, que su voz pudo al fin tocar alguna fibra en la sensibilidad de ellas.
Sin embargo, la mujer sigue su camino. El único indicio de que algo en ella se perturbó es ese gesto atávico de las mujeres de tocarse el pelo en cualquier situación.
Tal vez en ese momento, aunque no lo sepa, se siente conmovida por el hombre que solitario la ve perderse por una ruta equivocada, porque no se atrevió a sugerirle que la verdadera vida la espera en otra dirección.

Los testigos (Medellín, Colombia)

En una ciudad hay tantos acontecimientos simultáneos que es imposible darse cuenta de la mayoría de ellos.
Una persona común y corriente se enterará durante un día normal de un uno por ciento de todos los hechos relevantes para la ciudad. Claro que no se incluyen en ese estimado los sucesos individuales o particulares que sólo involucran e interesan a un pequeño grupo de personas.
A veces se levanta la mirada para ver un cielo huérfano de nubes y los ojos se encuentran con las aristas de un edificio blanco que se recorta contra el azul. Pero su imagen se desdibuja para el observador cuando repara en las cabezas que sobresalen del borde de una terraza.
De espaldas a la calle los dueños de estas cabezas muestran un interés absoluto en lo que está sucediendo frente a ellos. Quizá están siendo testigos de algún ritual sólo conocido por los maniquíes y que debe llevarse a cabo bajo un cielo despejado y de un azul tan puro como los cielos que cobijan los mares del sur en las novelas de aventuras.
O tal vez no suceda nada en esa terraza; mientras los seres humanos se dedican a moverse frenéticamente y en todas direcciones, los maniquíes permanecen así imperturbables, soñando con los paraísos y nirvanas que se les reservan a quienes son capaces de mantenerse quietos y en silencio.

Como una mariposa (Medellín, Colombia)

Con la misma incertidumbre con la que comienza el vuelo una mariposa empezamos este blog hace un año.
Esperamos tener la fortaleza de sus alas para resistir el viento y poder seguir mostrando esta ciudad desde nuestra particular manera de ver y entender el mundo.
Con menos titubeos, damos comienzo hoy al segundo año de esta publicación que para muchos se ha vuelto ya un punto de referencia y de acercamiento a la ciudad de un modo diferente: al menos con nuevos elementos de juicio para volver a mirar lugares muy conocidos o para dejarse llevar por la inquietud de mirar sus propios sitios con otros ojos, tal vez más inquisitivos o más soñadores.
De todas maneras este blog ha sido un gran motivo de satisfacción para sus creadores, que durante mucho tiempo sintieron la inquietud de presentar al mundo la ciudad donde habitan y han encontrado en este medio una excelente forma de hacerlo.

Invasión (Medellín, Colombia)

Nada puede contra la fuerza de la naturaleza. Los helechos invaden cualquier lugar desprotegido o abandonado de la ciudad, como éste pequeño rincón en uno de los puentes más emblemáticos de la ciudad. A la vista de todo el que quiera mirar crecen sin control aparente.
Las esporas encontraron un suelo fértil, tanto que ya otras plantas han aprovechado la ventaja del aislamiento de este lugar y la indiferencia de los que pasan para echar sus raíces, literalmente.
La naturaleza no descansa, siempre está al acecho de los descuidos que cometemos para ejercer derechos de posesión sobre la tierra de la que tan olímpicamente nos hemos apoderado. Independientemente de la belleza o no de estas plantas nos unimos al gesto que reivindica sus derechos a medrar en cualquier parte.

Burritos (Medellín, Colombia)

No se sabe aún cuál es el “gancho” que tienen este par de burritos para seducir o convencer a sus clientes infantiles e inducirlos a que se trepen en sus lomos y den un paseo imaginario basado solamente en el balanceo de sus cuerpos artificiales.
Uno piensa que a la fértil imaginación infantil se la lleva a extremos casi de ruptura cuando se les pide imaginar una gran cabalgata en una pradera de esas salvajes, donde corrían libres como el viento los indios norteamericanos o los caballos de los mogoles conquistadores, sólo porque llevan las riendas plásticas de unos muñecos que con muy poco esfuerzo pueden transformar, en cualquier momento, su sonrisa inocua en un gesto asustador.
Lo cierto es que independientemente de las razones de su éxito pocas veces se ven estos animalitos así sin trabajo, descansando detrás de una sonrisa de cartel publicitario.

La curiosidad del pequeño saltamontes (Medellín, Colombia)

Siempre se ha dicho que los grillos o saltamontes, como han aprendido a llamarlos los que se dejan llevar por la terminología de la televisión, son grandes músicos, es como si lo llevaran en la sangre por así decirlo, algo de familia. Pero además, en esta ciudad, los grillos son curiosos, una característica que todos sabemos es la madre de los conocimientos; así que estos insectos a la música han añadido la sabiduría.
Ojalá que todos los que compartimos este cielo tuvieramos la curiosidad del "saltamontes".

Estudio en naranjas (Medellín, Colombia)

En esta ciudad siempre se le atraviesan a la mirada los jardines, donde la naturaleza juega con los contrastes del color.
Estas flores, de las que sólo los jardineros profesionales o las mamás deben conocer el nombre, parecen pedazos de estrellas enanas que se destacan contra una galaxia verde y ocre.
Así son los jardines en la Bella Villa, una constante combinación de colores como sucede en esos cuadros impresionistas donde las formas se componen de infinidad de pinceladas y de tonos.

Teletransportación (Medellín, Colombia)

La velocidad de este medio de transporte es tal, que hay momentos en los que parece desintegrarse, como en esas escenas de Viaje a las estrellas donde naves y personas se movían de un sitio a otro mediante la teletransportación.
Uno se imaginaba moviéndose por la ciudad de estación en estación teletrasportadora para evitar el uso de  los vehículos arcaicos que se usaban y que todavía utilizamos en esta ciudad.
En ese entonces uno deseaba tanto como ahora que la realidad se acercara a la fantasía lo antes posible.

Casas de Córdoba (Medellín, Colombia)

Asomadas a la realidad que pretende arrinconarlas, casas como ésta flanquean una de esas calles de El Centro donde todavía es posible caminar despacio, como si el tiempo allí se ralentizara y la prisa que la ciudad imprime en sus habitantes perdiera sentido.
El viejo carbonero envejeció custodiando estas fachadas que le dan un aire de antigüedad señorial a ciertos sectores de la ciudad, claro que sin descuidar su labor de rejuvenecer totalmente cada cierto tiempo, aunque tenga la verdadera edad marcada en la textura de su tronco.

La evolución de las especies (Medellín, Colombia)

Son tan pocas las veces que observamos con detenimiento la diversidad de plantas en la ciudad que no sería extraño ver de pronto, saliendo del tronco de un árbol, una rama de metal terminada en una lámpara. Como si los árboles hubieran evolucionado en algo así como un arboluz o un luzarama que proveería a la ciudad de oxígeno y de luz al mismo tiempo.
Suena como el discurso delirante de alguien parecido al soñador de El gran pez, pero en una ciudad donde a veces suceden cosas tan inauditas no es improbable que las lámparas de la ciudad se mezclen de alguna manera extraña y desconocida con los árboles con los que han estado en contacto por décadas, tanto que en la retina se confunden en un solo individuo los troncos que ha producido la naturaleza con los postes que salen de las factorías humanas.
Independientemente de su veracidad, es una hermosa fantasía que se inscribe en los ambientes de los libros que se refieren al futuro y en las películas de ciencia ficción.

Medellín en blanco y negro