Esa tarde nadie cantaba bajo la lluvia y los pocos que transitaban por allí sólo pensaban en escamparse.
La ciudad se veía casi abandonada como si cada gota hubiera hecho desaparecer una persona.
Contra las paredes, se recostaban los pocos que no habían mirado al cielo y por lo tanto no se habían dado cuenta de lo que se estaba preparando allá arriba: una tormenta que se precipitaría sobre la ciudad con toda su fuerza; de esas que le hacen a uno desear no volver a salir de la casa.
Mientras el agua se encargaba de lavar el aire, los adoquines y el piso de los andenes, la gente se dedicaba a quejarse por lo bajo del mal tiempo y de la inconveniencia del invierno. Qué no dieran por un rayo de sol, aunque fuera de esos que queman la piel como si pretendiera marcarlo a uno de por vida.
En fin, quizá entre los que se le escabullían al agua estuvieran escampándose dos soñando con un lugar seco sólo para ellos y sin sospechar que esa tarde pasaría a ser otro más de los recuerdos que algún día acariciaran con nostalgia.
Una tarde lluvias, de esas necesarias para hacer una pausa y, después, que todo se reinicie con el frenesí con el que suelen vivir las ciudades.
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