Un
par de tórtolas se asientan en una rama de un níspero, sembrado en un jardín de
barrio, indiferentes al ojo de la cámara que las observa con detenimiento. Son parte
de la fauna que puebla esta ciudad y que es invisible para casi todo la
gente. Nos hemos acostumbrado tanto a su presencia como ellas a la nuestra que
pasamos desapercibidos unos de otros.
Su color
y pasividad deben ser las claves por las que han medrado tan bien entre los
materiales con que se ha construido esta ciudad.
Por
fortuna entre tanto adobe y cemento surgen las copas de los árboles, adonde van
las tórtolas a descansar cuando no están a la búsqueda incesante de comida en
balcones y andenes o en los parches de vegetación que todavía se resisten a cederle
completamente el paso a las edificaciones humanas.
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