¿Dónde duermen las palomas? (Medellín, Colombia)

A medida que envejecen las ciudades, su geografía se va llenando de misterios que pocas veces llegan a resolverse. Unos, los de más trascendencia, tienen relación con los mitos fundacionales o con los dramas y tragedias que se han escenificado a lo largo de los años bajo sus techos, pero hay otros que están relacionados con asuntos tan triviales como saber, por ejemplo, dónde se acomodan para dormir las bandadas de palomas que se ven con profusión en las plazas y calles de esta ciudad en particular. Un asunto para el que todavía no parece haber respuesta.
Si se hiciera un inventario de las pocas casas de palomas que apenas se ven de vez en cuando en algunos parques, habría que llegar a una conclusión evidente: allí no pueden vivir todas, la cantidad de casas es irrisoria.
Además cualquiera estará de acuerdo en que los lugares frecuentados por estas aves no son precisamente un ejemplo de limpieza. Y las casas que se alcanzan a ver, como las de esta fotografía, están excesivamente limpias.
Así que la pregunta permanece: ¿dónde duermen las palomas?

Entre lo antiguo y lo moderno (Medellín, Colombia)

Una antigua iglesia languidece perdida entre talleres de mecánica, bodegas y carpinterías. El estilo de referencias góticas de su arquitectura, que se acomodó a los materiales disponibles para la época en estas tierras, se deteriora dignamente sin que todavía se haya presentado la iniciativa de restaurar el edificio, como parte importante del patrimonio arquitectónico de la ciudad y de su memoria histórica por supuesto.
Otro lugar de la ciudad que se muere lentamente a causa de la contaminación pero principalmente de la soledad.
Al fondo el edificio inteligente se levanta como un sólido recordatorio de la implacabilidad del tiempo. Una referencia a los nuevos modos de construir y a las nuevas preocupaciones que desvelan a los medellinenses. Aunque parece que la vieja edificación llevara sobre su lomo al moderno edificio.
Es como si todavía el nuevo aspecto de la ciudad precisara del viejo para apoyarse en él, aunque sea nada más por la necesidad de establecer una comparación entre lo antiguo y lo moderno.

El barrio de los balcones (Medellín, Colombia)

Los barrios de la ciudad se caracterizan por la utilización, en su gran mayoría, del adobe para construir las casas y los edificios, lo cual hace que la ciudad tenga ese color ocre tan característico, aunque matizado en algunos casos con los colores de las fachadas.
Pero cada uno de esos barrios tienen características propias que un buen observador puede identificar. Como San Diego que cubre una de las colinas que están esparcidas a lo largo de la superficie de este valle. Desde hace varias décadas este barrio se distingue por la profusión de balcones. Cuando apenas se empezaban a poblar las partes altas de las laderas oriental y occidental de la ciudad, este barrio ya ostentaba sus balcones que asomados a las calles empinadas hacen que las casas se vean mucho más altas de lo que son en realidad. Al parecer ese ejemplo de San Diego lo siguieron los demás sectores de la ciudad, porque ahora parece otro denominador común que se ha añadido al color del ladrillo, los balcones.

A la hora precisa (Medellín, Colombia)

De repente y sin preámbulos empezó a sonar una música tan inconfundible que descartó los demás sonidos de la ciudad, tan cotidianos que es necesario un gran esfuerzo para percibirlos.
A la hora precisa empezó la banda y el ruido constante que nos acompaña siempre desapareció absorbido por el estruendo melodioso de las trompetas y los atabales. A la hora prevista atronaron el cielo del parque.
Unas cuantas palomas distraídas levantaron el vuelo como si quisieran aumentar con su espanto desganado la fuerza del sonido.
Los edificios se reflejaron en los cascos blancos mientras el aire vibraba en torno a las cabezas de los policías. En posición de firmes se dejaban llevar por la emoción que produce la intensidad medida de la música marcial.
Pero no sólo impresionaba la potencia del sonido. Los contrastes también llamaban la atención: el frío brillo del cobre acariciado con ternura por la suavidad tibia e impecable de los guantes blancos. El color de barro cocido de la piel de uno de los trompetistas y el blanco de su casco.
Así fue como nos enteramos de que Juan Bosco estaba en la ciudad.

Amarillo (Medellín, Colombia)

Este color que representa la perfección espiritual y la alegría se manifiesta en la ciudad de manera pasmosa cuando florecen los guayacanes.
Es posible verlos en cualquier parte: en los jardines públicos o en las estrechas franjas de tierra que bordean las calles en algunos barrios.
El amarillo es un color que entusiasma según los teóricos de la cromoterapia y lo cierto es que después de ver un guayacán florecido es difícil no asociar el color amarillo con el asombro que causa este árbol cada vez que pierde sus hojas para llenarse de flores.
No sólo es el intenso color de las flores lo que sorprende sino la cantidad que parece excesiva, como si este árbol quisiera llamar la atención de alguna especie animal determinada a la que es difícil cautivar y por eso tuviera que hacer un esfuerzo tan desmesurado.

El árbol de la espera (Medellín, Colombia)

Cualquier lugar de una ciudad puede convertirse en uno de esos sitios a los que se les asigna, tal vez inconscientemente, poderes mágicos para convertir en realidad nuestras expectativas. Como si ese lugar determinado, con unas características específicas, pudiera materializar la esperanza de las personas. A esos lugares la gente llega para entregarse a las vicisitudes de la espera, descritas por Roland Barthes en su Fragmento de un discurso amoroso.
Estos jóvenes, iguales a tantos otros que se ven en esta ciudad, parece que se estuvieran ejercitando en el difícil arte de la paciencia a la sombra de un viejo árbol.
Nadie sabe si la persona que esperaban llegó o si tuvieron que alejarse de allí con el ánimo deshecho. Hasta que la perspectiva de otra cita los vuelva a convocar en el mismo lugar o tal vez en otro al que se le considere más propicio para los encuentros.
Una ciudad podría definirse de acuerdo a lo anterior, como ese lugar donde la gente busca encontrarse o desencontrarse con tanto desespero, que a veces llega a convertirse en un conjunto de rincones mágicos donde se acude o no para exorcizar la soledad.

Sombras al vuelo (Medellín, Colombia)

La escultura de un águila con las alas abiertas como si fuera a empezar a volar o como si ya estuviera planeando en el cielo, sirve de base de operaciones a las palomas de una plazoleta en el centro de la ciudad.
Para aquellos que gustan de desentrañar símbolos, de escudriñar en las señales que a veces, creen algunos, están escritas en los lugares más peregrinos, esta es una imagen que contiene algunos: el obelisco, sobre el que se asienta una esfera que podría ser el globo terrestre, representa para los iniciados en este tipo de disciplinas la energía del sol entre otras significaciones, y encima de ellos un águila que siempre ha encarnado la libertad, el poder del espíritu; pero como si esto no fuera suficiente, la naturaleza que siempre se entromete en los actos humanos, ha puesto encima del águila dos palomas a las que se les ha dado la tarea de representar la paz.
Una sumatoria de símbolos tal podría llevar a quien quiera dedicarse a esos menesteres a deducir cualquier cosa, dependiendo de los puntos de vista que adopte para hacer su análisis.
Claro está que para la mayoría de los que pasan diariamente por su lado, este conjunto de figuras apenas son una sombra que adorna la ciudad, donde se exalta la habilidad de volar.

La capital de la montaña (Medellín, Colombia)

Al sur oriente de la ciudad las montañas todavía se cubren con los bosques que otrora dominaban gran parte del terreno de esta capital, cuando apenas era una población de unos cuantos miles de habitantes.
Ahora esa vegetación que se ve a lo lejos se observa con recelo, la actitud con que se miran las especies en extinción. Aunque todavía permanece la esperanza de que las acciones que se tomen hoy y en el futuro impidan su desaparición.
Esta ciudad que con orgullo ostenta el título de Capital de la montaña, se da el lujo dudoso de ignorar las que la rodean. Los que vivimos aquí apenas si las miramos sin fijar los ojos en ellas, sin detenernos en los detalles y características que hacen que esta Villa sea única en el mundo.

El yelmo del guerrero (Medellín, Colombia)

La diferencia entre las épocas que se refleja en la arquitectura de las ciudades modernas se hace más evidente en el contraste de estas dos estructuras. El primer plano ocupado por una torre de comunicaciones, que es apenas un armazón, no logra ocultar la figura poderosa e imponente de la torre de una iglesia que parece el yelmo de un guerrero gigante. Tal vez esa sea la verdadera realidad de este edificio.
La cabeza que habría en su interior, invisible para el ojo humano, podría pertenecer a un guerrero dormido, indiferente a las centurias que han pasado en esta tierra, mientras él se entrega a recorrer en sueños las batallas y las jornadas de otros mundos.
Únicamente desde cierto ángulo y desde una altura determinada es posible entrever el secreto de este lugar. Cuando uno pasa por las calles que flanquean la iglesia sólo ve una torre más, que en algunas ocasiones deja a sus relojes marcar una hora aproximada a aquella que rige nuestras vidas. Generalmente miden un tiempo que se debe corresponder con los sueños del guerrero, indiferente a nuestra realidad e invisible para todos.

La furia del agua (Medellín, Colombia)

Una cabeza de expresión airada parece arrojar el agua como si pretendiera apagar un fuego invisible para el observador, pero que de alguna manera se ha convertido en una amenaza.
El agua sale con fuerza como un grito líquido que manifiesta toda la impotencia de la figura atrapada en la pared. Apenas sobresale su cabeza y esto es suficiente para que se exprese con toda la furia de que es capaz.
Las facciones de ese rostro infunden temor. Tal vez porque la fuerza del agua se ha venerado desde hace miles de años y en múltiples culturas tiene una posición privilegiada en sus mitos originarios y aparece en muchas de las leyendas que han acompañado diversas civilizaciones.
Aunque cualquier persona sin imaginación podría decir que esta cabeza no es más que un grifo domesticado, que sirve para canalizar un inofensivo chorro líquido utilizado como algo decorativo. Desconociendo ese saber que le atribuye al agua uno de los poderes más terribles de la tierra. No en vano es uno de los elementos más abundante en este planeta.

Los planos inclinados del paisaje (Medellín, Colombia)

La luz que entra al edificio de esta biblioteca por una serie de ventanas de forma tan llamativa y a la vez tan simple, se roba tanto la atención que hasta la gente se olvida del lugar donde se encuentra para permitir que la mirada se pierda en el paisaje.
El norte de la ciudad que se ve a través de estas ventanas se convierte en parte de la arquitectura, como si a las paredes se les hubiera asignado el papel de enriquecer el espacio que contienen con la vista segmentada de algunas partes del valle que el aire de la mañana deja ver a lo lejos.

La otra ciudad (Medellín, Colombia)

El juego libre de la luz y el vidrio sobre las superficies de los edificios, crea a veces unas imágenes tan reales, que al observador se le hace difícil saber cuáles son las verdaderas y cuáles son producto del reflejo.
Por eso cuando se observan las fachadas de estos edificios, que oscurecen las calles estrechas del centro de la ciudad, se ve siempre un panorama distinto, que depende tanto de la luz de ese momento, como del ángulo desde dónde se miran.
Los ambientes interiores que se alcanzan a vislumbrar detrás de los vidrios, adquieren a ratos esa atmósfera de los lugares que se ven en los sueños. Sitios de dimensiones indefinidas donde los espacios parecen transformarse constantemente en otros.
Un juego de reflejos con el que la ciudad parece expresar la necesidad de trastocar su geografía fija e inamovible e incitar a los seres humanos que la habitan a jugar con la verdad y la ilusión.
Tal vez la única manera de mantener la cordura, sea desatar las fantasías y creer durante algunos instantes en esa imaginería que la ciudad propone en complicidad con la luz única y sorprendente con que la naturaleza dotó este valle.

La sutileza de los pájaros (Medellín, Colombia)

El cielo frío y algodonoso de un amanecer sirve de fondo a esta composición de la que nadie puede reclamar su autoría. Sólo la naturaleza es capaz de ubicar tres aves en un paisaje tan simple como este y crear algo de una belleza tan sutil.
A pesar de su inmovilidad la impresión de vida que se percibe en estos pájaros es asombrosa. Observándolos con cuidado se nota la fugacidad de su permanencia en esas ramas secas: uno sabe que en cualquier momento y por cualquier razón se echarán a volar.
El cielo, el paisaje y las ramas quedarán otra vez desnudos de vida aunque su aspecto simple no desaparezca. Permanecerán a la espera de que regresen las mismas aves o de que otras decidan detenerse allí para crear nuevas composiciones.
En esta ciudad donde el asfalto, las aglomeraciones, la velocidad y el ruido son los elementos que marcan la existencia de la mayoría de sus habitantes, escenas tan delicadas como esta contribuyen a fijar la atención, en otros ámbitos, de aquellos que tengan la fortuna de contemplarlas, así sea durante unos segundos.

Una palmera... y el cielo (Medellín, Colombia)

Las palmeras que abundan en las plazas y a la orilla de las avenidas, de las calles, en los jardines, como si esta ciudad hubiera sido construida junto al mar, proyectan contra el cielo, dondequiera que se encuentren, su figura perfecta y airosa.
El cielo de todos los días que en algunas ocasiones no lo perturba ni el blanco lechoso de las nubes, se ve de pronto alterado por el verde lujurioso de una palmera. La nitidez del tronco que se prolonga hacia arriba, como si pretendiera cortar la escena que uno contempla, desaparece de pronto en sus hojas que se inclinan con curiosidad para observar la vida desesperada que se agita abajo. Una realidad que se percibe como un desafío a la existencia apacible que uno sospecha se vive allá en las alturas.

El don del águila (Medellín, Colombia)

Este carro que permanece a la orilla de una calle, espera a su dueño, un hombre que con toda seguridad debe ser tan común y corriente como la mayoría de las personas que viven en esta ciudad, al que tal vez nunca han asaltado los demonios interiores que acechan a mucha gente.
Sin embargo este vehículo parece uno de esos carros que podrían aparecer en una película de David Lynch, tal vez atravesando un desierto norteamericano. De su interior saldría quizá la música de un viejo radio interpretando algún tema country, mientras que el hombre que conduce mira sin inmutarse la carretera frente a él. A su lado una mujer dormiría intranquila, como para transmitirle al espectador la tensión de la vida que han llevado en los últimos días sus pasajeros y que el destino que los espera al final del recorrido no puede ser de ninguna manera apacible.
Ojalá que la gente que lo use lleve una existencia tan interesante como uno se imagina que debe ser la vida de quien se atreve a viajar en medio de tanto color y entregado a los designios del espíritu de un águila y de un gran jefe indio.

Bromelias (Medellín, Colombia)

Una combinación de formas engañan al ojo momentáneamente, haciéndole creer que la realidad que se le presenta no es tal y que la imagen corresponde al paisaje subacuatico de un arrecife.
Los colores y texturas de hojas y flores se parecen a esas superficies ásperas, espinosas, de tantos animales que pueblan los arrecifes coralinos. Pero en esta imagen no hay nada que tenga relación con los mares, por el contrario, son plantas que originariamente se aferraban a los troncos de los árboles para estar más cerca, tal vez, de la luz que se filtra con dificultad por entre la vegetación espesa del bosque.
Desarraigadas de sus lugares de origen, estas plantas fueron obligadas a abandonar los ambientes húmedos y poblados de animales grandes y diminutos, para adornar en la ciudad los espacios antisépticos de oficinas y consultorios, dejando huérfanos de belleza y colorido a los árboles que les servían de apoyo.
Su apariencia las ha destinado a permanecer aisladas de sus congéneres hasta que las costumbres cambien y la gente decida que sus lugares de trabajo necesitan otro tipo de decoración, donde las plantas vivas quizá ya no tengan cabida.

Destapa la reflexión (Medellín, Colombia)

Un adolescente que mira al vacío, indiferente al movimiento y a la ansiedad que lleva a sus compañeros a rodear con avidez el montaje publicitario de una conocida marca de bebidas que les promete frescura, impulsa las reflexiones del observador desprevenido.
Por la expresión de su rostro no se puede adivinar qué piensa o siquiera aventurar alguna hipótesis plausible, sin embargo uno no se abstiene de hacerlo: tal vez medita en los problemas que pueden aquejar a un joven de cualquier época o de ésta en particular en una ciudad latinoamericana. Quizá se sumerge en fantasías que a juzgar por el movimiento a su alrededor deben involucrar ambientes más tranquilos. Aunque es posible que la mente se le haya quedado en blanco, sintiendo nada más la maravilla de la vida sin tener que recurrir a sucedáneos artificiales para comunicarse con la existencia.
De todas maneras este muchacho que en el extremo de la fotografía se abstrae por completo de su entorno, le hace pensar a uno que no hay edades para destapar la reflexión, la única posibilidad de ser uno mismo, aunque no sea el camino directo a la felicidad.

La cinta verde (Medellín, Colombia)

No sólo a las flores se les ha encomendado la tarea de adornar los jardines, los balcones y los parques de la ciudad, también se encuentra esa profusión de plantas ornamentales que resaltan, con la belleza de sus diseños y la gama infinita de sus verdes, el color de las flores.
Son plantas que han sido traídas de muchas latitudes, pero sobre todo plantas que aunque desarraigadas de los bosques húmedos o de los páramos que todavía se encuentran en Colombia se aclimatan a las inclemencias a que una ciudad como ésta las somete. Algunas lo hacen con dificultad otras sin mayores traumatismos para competir por un espacio en los terrenos que, afortunadamente en esta ciudad no son pocos, se dedican a la naturaleza.

La luz incierta de las cuatro y media (Medellín, Colombia)

En el viejo reloj de la torre de esta iglesia, al que el tiempo ha borrado casi por completo los números con los que antiguamente marcaba las horas para la gente de Boston, siempre son las cuatro y media. No importa que la luz, a las diferentes horas del día, contradiga sus manecillas.
Pero, en este día cuando los demás relojes marcaban las seis de la tarde, la luz no se parecía a la de ninguna hora.
Por entre las nubes del occidente se filtraban unos rayos que se reflejaron en el cielo cubierto de la ciudad convirtiéndolo en una pantalla pálida y amarillenta, que hacia ver las cosas con una nitidez desacostumbrada, irreal. Sin embargo los tonos de los árboles se fundieron en una serie de trazos negros, finos y delicados que cuarteaban el cielo, como pasa en esas láminas antiguas en las que el tiempo ha tarjado y ennegrecido la laca que les diera ese brillo intangible de los objetos chinos.

Los colores que surgieron del frío (Medellín, Colombia)

Este lugar que la gente se encontró sorpresivamente en los corredores de un centro comercial, les transmitía a los observadores una sensación de tranquilidad inesperada, como si de pronto el ruido y la prisa cambiaran sus registros para armonizar con los colores fríos que casi siempre se asocian con el agua, con el hielo o con la calma.
Las vasijas de piedra que parecen haberse originado en el inicio de los tiempos se sumaban al ambiente sereno que invitaba a la reflexión en este jardín improvisado. Era como si uno pudiera transportarse desde allí a uno de esos templos japoneses, donde el silencio hace que se perciban con mayor intensidad los detalles de todas las cosas y donde uno se permite escuchar su voz interior con mayor claridad.

Un baño para sibaritas (Medellín, Colombia)

Las fachadas de las casas siempre guardan secretos y cuando desaparecen sus dueños originales, a la gente que les sobrevive le queda la tarea de desvelarlos o de permitir que se vayan a la tumba con los desaparecidos. Sin embargo lo que no se desvanece fácilmente son los indicios, que quedan grabados en la arquitectura o la decoración, de los gustos e intereses que pudieron tener aquellos. Permanecerán hasta que esas casas sean derruidas completamente o “remodeladas” que es casi como decir deformadas.
Teniendo en cuenta la época en que fue construida la casa donde se encuentra este baño y en comparación con los baños de la mayoría de las casas actuales de la ciudad, éste todavía conserva una apariencia que apunta a lujos y placeres apenas vislumbrados por la gente actual, que lleva una existencia consagrada a la velocidad. Al parecer, las casas que flanqueaban la Avenida La Playa se caracterizaron por la belleza de su arquitectura y sobre todo por la manera lujosa con que fueron decorados sus interiores, pero para desgracia del patrimonio histórico de la ciudad, han desaparecido. Apenas quedan rezagos como éste donde uno puede entrever algo de la vida cotidiana de aquellas gentes.
Aunque este baño no se pueda comparar con esos otros donde se refocilaban los nobles en las ciudades europeas o en la vieja ciudad de Estambul por la misma época, pero que causaban sensación en los habitantes que tuvieron acceso a estas casas, cabría decir que por su diseño, por su belleza y sin temor a caer en la exageración que éste fue un baño para sibaritas.

La hora de la mandarina (Medellín, Colombia)

Cuando la tarde ni siquiera ha empezado a languidecer, cuando las sombras apenas si se dejan ver debajo del cuerpo, es la hora de hacer un alto y aprovechar a cualquiera de los vendedores de jugos que pasan con sus carritos por las calles y los parques de la ciudad.
A esta hora de calor intenso nada mejor que el ácido y refrescante sabor de un jugo de mandarina.
Aunque el placer que se siente al saborear el jugo de esta fruta es tal, que la gente no se circunscribe al mediodía para entregarse a las delicias de su sabor o al de cualquiera de las frutas que en una ciudad como esta asaltan los sentidos a cada momento: los olores, el color y las texturas se suman a ese sabor aprendido que se lleva en el subconsciente y que literalmente le hacen a uno la boca agua cuando los percibe en cualquier esquina o como en este caso, desplazándose en un carrito, al vaivén del hielo que refresca hasta la vista.

Los jardines colgantes (Medellín, Colombia)

Las canastas donde se siembran todo tipo de plantas, que desde siempre han adornados los balcones en los barrios de la ciudad, transforman algunas calles en verdaderos jardines aéreos.
No es extraño encontrarse en esta ciudad con un lugar como este donde se venden plantas ornamentales, de esas que derrochan color para consagrar otra vez la vocación de esta urbe como ciudad de las flores.
Las begonias y los “novios” de tan variado colorido, se combinan con toda la gama de plantas florales para convertir esos balcones en lugares donde la naturaleza se hace cargo de la decoración.

La ciudad de los tesoros (Medellín, Colombia)

Tal vez lo que convierte a una ciudad en un lugar cosmopolita del que todos los visitantes se enamoran, es su habilidad para evocar o dar cabida en sus rincones en cualquier momento o siempre, reminiscencias de otras ciudades del mundo. Al contemplar la imagen de este cielo incendiado cobijando los últimos minutos del día, uno se transporta a los lugares de los que hablan la poesía y las leyendas, como si pudiera ver los cielos que vio el poeta alejandrino o pudiera contemplar los atardeceres que admiraba Harún al-Rashid, el príncipe persa, desde su palacio en alguna ciudad inmortalizada en las mil y una noches.
Apenas si puede uno sustraerse a la emoción que produce un espectáculo como este, para recordar que palmeras y palacios son tal vez los elementos iniciales para empezar a contar una novela de misterios y prodigios, o para querer releer las historias de ciudades devoradas por el desierto, donde los tesoros que guardaban fueron la perdición de tantos aventureros.
Esta ciudad mantiene sus riquezas siempre a la vista, como esta combinación de colores y sombras de un atardecer cotidiano. Quizá sea esa la razón de que tantos viajeros se hayan fascinado con ella, sin llegar a definir con exactitud cuál de todos sus tesoros fue el que los sedujo definitivamente.

La irrealidad de las perspectivas (Medellín, Colombia)

A la realidad, por la que uno se mueve diariamente y a la que considera inamovible o al menos ordenada por reglas inmutables donde los cambios obedecen a las leyes precisas de la física, sólo le basta un ligero toque para entrar en lo que podría llamarse la dimensión de las abstracciones. Apenas se la descontextualiza pierde toda su lógica y empieza a transformarse en cualquier otra cosa, como esta serie de balcones de un edificio en el centro que parece, vista desde esta perspectiva, una de esas esculturas modulares que se presentan en las bienales de arte de cualquier país.
No importa que sólo existan para esos eventos en particular y nadie más vuelva a saber de ellas, en esta ciudad es posible ver un edificio que desde hace varias décadas se convierte por momentos en una de esas esculturas.

Medellín en blanco y negro