De repente y sin preámbulos empezó a sonar una música tan inconfundible que descartó los demás sonidos de la ciudad, tan cotidianos que es necesario un gran esfuerzo para percibirlos.
A la hora precisa empezó la banda y el ruido constante que nos acompaña siempre desapareció absorbido por el estruendo melodioso de las trompetas y los atabales. A la hora prevista atronaron el cielo del parque.
Unas cuantas palomas distraídas levantaron el vuelo como si quisieran aumentar con su espanto desganado la fuerza del sonido.
Los edificios se reflejaron en los cascos blancos mientras el aire vibraba en torno a las cabezas de los policías. En posición de firmes se dejaban llevar por la emoción que produce la intensidad medida de la música marcial.
Pero no sólo impresionaba la potencia del sonido. Los contrastes también llamaban la atención: el frío brillo del cobre acariciado con ternura por la suavidad tibia e impecable de los guantes blancos. El color de barro cocido de la piel de uno de los trompetistas y el blanco de su casco.
Así fue como nos enteramos de que Juan Bosco estaba en la ciudad.
¡Uff! Un excelente texto.
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