Antes, cuando esta ciudad no se había crecido tanto, en los solares de las casas había siempre un árbol de mango, y la gente esperaba pacientemente a que madurara. Después cuando lo tumbaba, o lo cogía o él se caía solo, seguía el ritual de pelarlo y comerse las tajadas de un amarillo requemado en el mismo solar o en el quicio de la puerta, persiguiendo con la lengua golosa los pequeños arroyos que se regaban por entre los dedos.
En esa época uno esperaba a que maduraran. Ahora se vive a tal velocidad que no hay tiempo de esperar, y en lugares tan reducidos que los solares desaparecieron hace años.
Ahora la gente compra los mangos ya pelados y cortados, empacados en bolsas plásticas y distribuidos por toda la ciudad en carros tirados por los vendedores o estacionados en sitios estratégicos.
Pero, aunque se haya perdido la emoción de la espera de ver madurar un mango, la intensidad de su color, su fragancia y su sabor (con o sin sal), no han desaparecido.
En esa época uno esperaba a que maduraran. Ahora se vive a tal velocidad que no hay tiempo de esperar, y en lugares tan reducidos que los solares desaparecieron hace años.
Ahora la gente compra los mangos ya pelados y cortados, empacados en bolsas plásticas y distribuidos por toda la ciudad en carros tirados por los vendedores o estacionados en sitios estratégicos.
Pero, aunque se haya perdido la emoción de la espera de ver madurar un mango, la intensidad de su color, su fragancia y su sabor (con o sin sal), no han desaparecido.
¡Qué viva el mango con sal! Una de las mejores cosas de Medellín.
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